La Guatemala de ayer


Conocí­ el Petén el año 1958 cursando el cuarto año de la carrera de medicina. Lo hicimos muy a lo pobre, una modesta incursión entrando por tierra hasta Sebol en Alta Verapaz. En aquel entonces la carretera a Flores terminaba prácticamente en las inmediaciones del Rí­o Dulce y solamente se le podí­a llegar a través de los rí­os de Alta Verapaz o por la ví­a aérea.

Mario Castejón

Iniciamos el recorrido por el Rí­o Sebol en una destartalada canoa siguiendo la corriente hasta llegar a Sayaxché a orillas del Pasión unos 150 kilómetros aguas abajo. Con un motorcito de 7 ½ caballos nos aventuramos en la correntada del Raudal de las Guacamayas que por ser invierno el agua todaví­a escondí­a las rocas en aquel mes de enero. En las orillas del Rí­o desde, sus orí­genes hasta llegar al lí­mite con El Petén no se encontraba un ser viviente. En el entronque del arroyo Santa Isabel o Cancuén que señalaba ese lí­mite viví­a Feliciano Avalos, un cazador solitario sin familia con quien acampamos unos dí­as antes de seguir rí­o abajo. Cerca de su vivienda, contó que la selva cubrí­a unas ruinas «de los antiguos», se referí­a los Mayas y hablaba de un sitio arqueológico, era nada menos que Cancuén una de las maravillas del mundo Maya el cual no habí­a sido formalmente descubierto; así­ sin saber su importancia caminando por la selva lo conocimos de pasada. El Rí­o discurrí­a como un caudal achocolatado de unos 75 metros de ancho, sus orillas estaban pobladas de selvas sin explotar, se veí­an ocasionalmente animales y la pesca era abundante.

Rí­o abajo antes de llegar a Ceibal que también habí­a sido ignorado hasta esa fecha, se pasaba por la desembocadura del arroyo Machaquilá hasta un lugar llamado Santa Amelia, un caserí­o con tres familias que viví­an como todas las de aquellos lugares de sembrar maí­z y frijol para el sustento diario y algunas tareas de caña de azúcar para hacer panela. El dinero casi no circulaba y la forma de comerciar era a través del trueque. Pasamos noches enteras escuchando las historias de aquellas gentes perdidas entre recuerdos y esperanzas. La narrativa de Virgilio Rodrí­guez Macal y Mario Monteforte Toledo precedí­a el pensamiento.

Siguiendo con la corriente algunos veces a la deriva, llegamos a Sayaxché a las orillas del mentado Pasión. Era el mismo Rí­o Sebol añadido con otros afluentes ya convertido en un señor de las aguas. Sayaxché hoy afamado como la sede de uno de los carteles del narcotráfico, era entonces un caserí­o de unas cien chozas desparramadas aquí­ y allá. En el embarcadero a orillas del rí­o aparecí­an unos cuantos cayucos sin motor y los cerdos convertí­an el agua en lodazal. Llegada la noche los encerraban para que no se los llevara el tigre, un animal abusado que merodeaba por el potrero que hací­a las veces de campo de aterrizaje.

Esa primera noche fuimos despertados para asistir a una parturienta. La encontramos rodeada por la familia con su clásico pañuelo de yerbas alrededor de la cabeza. Dirigiendo las órdenes de pujar lanzadas para hacerla parir estaba una mujer al frente del coro, era la comadrona del pueblo, una señora de edad que habí­a traí­do a este mundo cualquier cantidad de niños. Al entrar fuimos anunciados como «los doctores» y sorprendidos por el tí­tulo gratuito y el tratamiento respetuoso le indicamos a la matrona que siguiera a cargo aparentando una cortesí­a mientras la observábamos. Al cabo de unos minutos nació el niño y hasta ese momento intervenimos cortando el cordón que la buena mujer habí­a amarrado entre dos cintas previamente hervidas. Salimos recibiendo los agradecimientos de la familia y de la madre, lo que ella nunca supo era que los dos flamantes doctores eran simples estudiantes que nunca habí­an atendido un parto.

La siguientes visitas al Petén continuaron año con año en las décadas de los sesentas y setentas y fueron en plan de recorrer los grandes rí­os y sus tributarios acampando en sus orillas y aprovechando cazar y pescar. Lo vivimos con mis hermanos y algunos grandes amigos a quienes uní­a un lazo común, todos deportistas y entusiastas defensores de la naturaleza. Aterrizábamos en Sayaxché a bordo del Charlie o del Kilo, un legendario C47 y un Dakota de AVIATECA que descansaron con sus esqueletos en el aeropuerto de Flores años después. Esos fabulosos aviones no tení­an mas que una banca amarrada de lado y lado para sentar a los pasajeros, el resto del espacio se ocupaba con cajas, tambores con gasolina y muchas veces animales, el pasaje costaba doce quetzales. Partí­amos de AVIATECA en la avenida Hincapié pasando por Poptúm, Paso Caballos, Carmelita, Flores y la Libertad antes de bajar en Sayaxché. El viaje tomaba de las 7 a las doce del dí­a, casi el mismo tiempo que empleó años más tarde el Concorde de Air France volando de New York a Paris.

En esos años y los siguientes pasaron por Petén muchos colonizadores al estilo de los Boers en Sudáfrica y los pioneros que poblaron Australia: el Coronel de Ingenieros Oliverio Casasola estuvo al frente de lo que llegó a ser el FYDEP, una empresa a cargo del fomento y desarrollo de aquel territorio. Fue Casasola artí­fice de la infraestructura existente en cuanto al ordenamiento territorial y las comunicaciones dentro del departamento. Inició la entrega de tierra a quienes estuvieran dispuestos a trabajarla, se les llamaba «parcelas» aunque tení­an una extensión que oscilaba entre las cinco y las quince caballerí­as. Después vino la piñata que organizaron otros promotores entregando las mejores tierras a sus amigos y recomendados no sin antes haber exigido la extracción y venta de las maderas preciosa para sus bolsillos.

Todo lo que refiero fue antes de la formación de cooperativas que se incrementaron durante el Gobierno del General Lucas a lo largo de los rí­os Pasión, Usumacinta y Salinas. En principio esas cooperativas fueron refugio de campesinos sin tierra venidos del Sur y también de comunidades indí­genas del Occidente abandonados en aquellos lugares a la buena de Dios. Esas selvas donde se asentaron las cooperativas fueron las mismas que amamos y conocimos en nuestra primera juventud. Más tarde fueron también escenario de la lucha armada y mudos testigos de infinidad de crí­menes cometidos en uno y otro bando.