La Guatemala de ayer


En el departamento de Escuintla el Canal de Chiquimulilla hace 60 años era como hoy un medio de comunicación y su entorno guardaba manglares, bosques y riqueza natural. Viajar en canoa del Puerto de San José a la frontera con El Salvador tomaba todo el dí­a y parte de la noche. En la barra del rí­o Jiote en Las Lisas existe hoy un Hotel de cinco estrellas atendido por un Maitre francés y en aquellos años no habí­a más que un ranchón que papá hací­a reconstruir cada año en donde pasábamos la Semana Santa. La comunidad de pescadores estaba separada, en un lado los evangélicos libre de cantinas y jolgorio y en el otro los católicos en donde todo podí­a suceder, desde robos hasta balazos, nuestro rancho por suerte quedaba en el lado de los puritanos que además de pescadores sembraban sandí­as en las dunas del médano entre un tupido espinero en donde abundaban los conejos.

Doctor Mario Castejón

Para llegar al canal de Chiquimulilla por tierra desde Taxisco habí­a un desví­o hacia La Avellana, paso obligado para visitar a la playa del Hawai o Monterrico este último un caserí­o que hoy cuenta con hoteles y restaurantes de alta cocina. El lado malo fue que la presencia masiva de turistas terminó con la fauna y por poco también con los manglares, desapareció aquel espectáculo de ver volar miles de garzas rosadas todo por no tener Guatemala ningún sistema ni vocación para lidiar con el reto de la modernidad. El otro acceso por tierra tení­a su encanto pasando entre fincas de ganado lechero cruzando el rí­o de Los Esclavos. El paso era una verdadera proeza, un tendido de tablas sobre tijeras de horcones de casi cien metros de largo sin ningún barandal a los lados y abajo el agua corriendo impetuosa.

A la orilla del mar se compraba un pescado de diez libras por un par de billetes y desde a Barra del Rí­o Jiote se podí­a ver a los pescadores en acción, ahí­ conocí­ al «hombre rana» y fue todo un espectáculo. Un dí­a vi a un hombre más bien bajito, de vientre prominente muy tostado por el sol con las manos llenas de cicatrices que estaba de pie sobre un tronco caí­do sobre la barra, a punto de lanzarse taladrando el agua con la mirada concentrado en el ir y venir de las olas. En la mano izquierda sostení­a un arpón hechizo con hules de tienda y empuñadura de madera, y cubrí­a sus ojos con unos anteojos de motorista. De pronto, se lanzó a la corriente y desapareció por más de dos minutos para reaparecer arrastrando un enorme róbalo atravesado con el arpón. Recuerdo que un pescador a mi lado me dijo con admiración y como en confidencia: «Ese nunca falla… es el «hombre rana». Sin querer habí­a conocido a alguien que merecí­a ser parte del grupo de Jacques Cousteau sin mas equipo que unas anteojeras remendadas y un arpón casero.

En Suchitepéquez las selvas vecinas a las playas de Tahuesco, Nueva Venecia, Las Trozas y el Semillero en la desembocadura del Rí­o Nahualate también eran un paraí­so. El Semillero, un lugar plagado de cantinas era la Sodoma de aquellos lugares y hoy es un sitio de veraneo para la gente pudiente de los alrededores. A esas playas se llegaba por tierra únicamente durante el verano y para eso con dificultad luchando con atascaderos y maleza desde el ingenio Palo Gordo pasando por Bolivia, otro caserí­o en donde era infaltable ver volar las guacamayas y las bandadas de micos comiendo fruta de ujushte.

Los que hoy somos conservacionistas como ha sucedido en otras partes del mundo, éramos cazadores, y en los pueblos de la Costa y también en Occidente se estilaba la caza con perros y de esa cuenta en los caminos apartados entre una y otra finca y en las vecindades de los poblados era frecuente ver en sus puestos a los cazadores mientras las autoridades se hací­an de la vista gorda, de esa cuenta mi maestro en el «arte de la caza» era el alcalde del pueblo. Los dueños de los perros eran vaqueros y peones de las fincas que redondeaban su magra canasta familiar con carne de monte y al sonar la trompeta era la reunión para compartir todos el almuerzo muchas veces con el fruto de la caza.

La Laguna de Retana, en Jutiapa, era un sembradí­o de arrozales en donde cazábamos patos que emigraban al principiar el frí­o en el Norte. Lo hací­amos a las cinco de la mañana metidos con el agua hasta la cintura quemando cohetes de vara para meter ruido. Por la tarde en un portezuelo entre dos cerros las aves pasaban por miles volando a baja altura para entrar a la Laguna, y allí­ las esperábamos con los lugareños. Hace unos 15 años la Laguna fue secada y sustituida por sembradí­os de cebolla con lo cual los patos dejaron de llegar.

Los tiempos han cambiado para bien o para mal, cada época tiene lo suyo y hoy los jóvenes parecen encandilados con la ciudad, se nutren de la televisión, las computadoras y cosas del mundo digitalizado, cuando viajan al interior buscan más las comodidades que gozar la vida al aire libre. Pienso que la Guatemala que nos quedó es quizás menos atractiva que la que vivimos los de mi generación pero al fin y al cabo es la Patria en donde nacieron nuestros hijos y vivirán nuestros nietos y ellos sin duda le encuentran atractivos que los viejos no vemos.