La fruta que había sido sembrada en medio de un continuum de autoritarismo y saqueo, en medio de una tierra fértil pero parcelada por la lógica de la propiedad privada latifundista, finalmente había logrado colgar del árbol de la revolución democrática. En ese tiempo fue llamado “el fruto más precioso de la revolución y la base fundamental del destino de la nación como un nuevo país” en palabras del propio presidente Árbenz. Las perspectivas de aquel fruto no eran radicales aunque a los ojos de las aves oscuras de la oligarquía, su miel contenía germen comunista.
El reto era tan emprendedor y natural como el mismo que habían seguido otras sociedades, en clara evolución de sus economías de subsistencia precapitalista; se trataba de crear pues las bases con amplios márgenes para el desarrollo capitalista, sobre una agricultura dinámica extensa que luego permitiera el desarrollo industrial profundo. La racionalidad de aquella fruta era corregir la concentración excesiva de la tierra, dotar de ese recurso a muchos campesinos, inducir la tecnificación y productividad en fincas mayores. Se suponía que esa combinación permitiría desarrollar la relación del trabajo sobre el salario, con la consecuencia de la ampliación de un mercado interno con miles de nuevos productores. Algunos años después, aquella fruta se volvería amarga. Hubo razones de orden internacional como la reciente guerra fría y el reordenamiento mundial polarizado; así como internos, esencialmente una decantación del temor conservador, algo que S. Tischler alude como el factor de miedo al cambio que permite una síntesis de la oligarquía conservadora. El sabor dulce de aquella fruta se había convertido en acre y sería el gusto que se impondría en las décadas subsiguientes, marcadas por la modernización de su ejército, una recomposición del capital con mayores capacidades de inversión, y efectivamente se trazarían los caminos para una industrialización sustitutiva por diversificación agrícola. El proyecto oligárquico pues daba un salto hacia una modernidad de corte antidemocrático, excluyente, anti Estado, represiva y fundada sobre los valores profundos del criollismo y el racismo que se había recargado, ante el temor de una revolución. Aquel temor se volvió pegamento de orden conservador que impregnó casi toda la sociedad, empapelando todas las ventanas y paredes del nuevo proyecto oligárquico que llamaba a la unidad de los guatemaltecos en un alarde vacío y artificial de “todos somos Guatemala”. Poco más de medio siglo después de aquella decantación, la fruta está en el suelo y podrida. La oligarquía, que vuelve a cerrar filas, nos recuerda a todos que el proyecto es una GuateÁmala unitaria e igual, sin diferencias inconvenientes e impertinentes. A las puertas del cambio de era se confirma aquella síntesis del poder de la supremacía oligarca que ahora tiene de su lado, a la medianía aspiracional y adormecido a la pobrería. Eso se refleja en el temor profundo al indígena, en la reafirmación parasitaria de un Estado enano, en la imposibilidad de avanzar ni siquiera por la senda ya bastante decante de un capitalismo que ahora es extractivo. La confirmación es el reciente debate político parlamentario de la ley de desarrollo rural… La salida podría avizorase al final de un oscuro túnel y pasa, creo yo, por rebasar la aspiración capitalista y por dejar de reconocer la engañosa forma liberal llamada Estado. La emancipación debe construirse desde la resistencia en la comunidad, desde la desprogramación en el yo de la lógica consumista, para que la fruta vuelva a ser dulce.