En un mundo en donde muchas cosas están al alcance de la mano, priva el placer  y se huye como peste del dolor y la incomodidad, es necesario, sin duda, educar también en la virtud de la fortaleza.
Una virtud, según la definición más aceptada, es una disposición habitual y firme a hacer el bien y permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas.
La fortaleza, que según la Iglesia Católica es una de las cuatro virtudes cardinales (junto a la prudencia, la justicia y la templanza), se puede entender como esa disposición que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las pruebas y de superar los obstáculos en la vida moral.  La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa.Â
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Es importante tomar en serio la fortaleza y enseñar el valor y la fuerza. Hay que animar a los pequeños a no ceder a la vida fácil, a no copiarse en los exámenes y a no permanecer en el ocio. Por el contrario, el imperativo debe ser educar en el empeño por alcanzar las propias metas y seguir adelante, siempre, contra viento y marea. Los padres no pueden permitirse tener en casa holgazanes.
Para no tener jóvenes amantes del «dolce far niente» es preciso mantener ocupados a los jóvenes y librarlos de las tentaciones cotidianas: la televisión, los juegos electrónicos, las salidas innecesarias con los amigos y los chateos infructíferos del mundo cibernético. Hay que sembrar en los muchachos el sentido de la responsabilidad y el tiempo. Insistir que el tiempo perdido es irrecuperable y que hay tareas que deberían ocupar el primer lugar en sus vidas, esto es por ejemplo, su propia formación.
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No se trata de ser tiranos y no dejar respiro a las criaturas. El extremo sería vivir obsesionados por la ocupación del tiempo. Esto tampoco es educativo. Los educandos necesitan también interactuar con los amigos, salir a jugar a la calle, navegar por Internet, ver televisión y hasta dormir, pero todo debe hacerse con mesura (de aquí también la importancia de la templanza -otra virtud cardinal-).
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Los padres pueden ayudar en la fortaleza aprovechando las situaciones cotidianas. Deben enseñar que toda actividad exige sacrificios, que la renuncia a veces no es mala y que el sufrimiento debe sobrellevarse con paciencia (y hasta con cierto sentido estoico). Habrá que explicar, si se es cristiano, que Dios mismo -según el Génesis- trabajó seis días y que descansó el día séptimo. El descanso no es malo, es incluso recomendable, pero antes hay que ganárselo con el sudor de una vida entregada al trabajo.
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No hay, quizá, peor herencia para los hijos que un carácter flojo y un temperamento débil. Animémonos pues a enseñar a los pimpollos la importancia de ser fuertes y a poner manos a la obra. Ellos lo agradecerán.