Si asumimos los principios dialécticos al hablar acerca de la paz, tenemos que reconocer la necesidad de hablar de la no-paz, es decir de la guerra que, a su vez, siempre es violenta y aterradora. Los grandes períodos que han conmocionado a los pueblos y sociedades en todos los tiempos y en todo lugar, han servido para consolidar, asimismo, relativos periodos de tranquilidad y calma. No es de extrañar pues que la paz sea consecuencia de la guerra y la guerra de la paz. Cuando las instituciones políticas y las sociedades entran en períodos de decadencia, la violencia aparece para restablecer la vitalidad de las mismas; es el espíritu y la naturaleza de las revoluciones. El mundo está estructurado a partir de simetrías que oponen realidades relativamente contradictorias, al menos así lo percibe nuestra mente y en ese sentido, generalmente atribuimos valores a los aparentes opuestos, así por ejemplo, la guerra es negativa y la paz positiva. El criterio, en este caso lo obtenemos de la notable evidencia que nos transmite el dolor y el sufrimiento, tanto personal como ajeno. Pero la valoración nada dice de las realidades en sí. Por ejemplo, si la guerra y la violencia son los cimientos sobre los cuales se erigirá más tarde la paz, ¿Cómo calificarla de negativa? Y si la paz (o el exceso de ella) desgasta las instituciones y adormece la creatividad del intelecto ¿Cómo calificarla de buena? Las contradicciones pues, nos meten en un embrollo lógico en el cual la única guía viene a ser: evitar el sufrimiento y alentar el bienestar (no-sufrimiento). De lo anterior se desprende que la argumentación racional no es suficiente ni motivo de convicción para interpretar a corto plazo, o sea inmediatamente, los fenómenos de la paz y la guerra.
En nuestro caso, es notorio que la capacidad para racionalizar el proceso de paz que iniciamos hace pocos años queda muy atrás en relación a nuestra capacidad para interpretar dicho acontecimiento a la luz de un hecho real y directo, la idea o ideal de un período de relativa calma, de no-violencia y de no-dolor que sólo se ha transformado, pero que no ha cambiado sustancialmente. Por esta razón, por la continuidad de la zozobra, de la violencia y de la crueldad, es que la población no interpreta en su dimensión verdadera, el significado de la firma de los Acuerdos de Paz. El dolor sigue y crece, siendo el único parámetro para enjuiciar el período histórico que nos ha tocado vivir; y como los intereses políticos y personales, así como nuestra incapacidad para valorar racionalmente los acontecimientos formales que son el producto de una conciencia cívica que aspira a la paz no se fortalece a través del ejercicio del debate político y del conocimiento de nuestra historia, nos vemos casi condenados a tirar por la borda un hecho histórico que tuvo bases reales de madurez política de quienes se enfrentaron violenta y sistemáticamente durante el conflicto armado.
En otras palabras, hay una realidad y una apariencia que se contradicen y que es necesario aclarar para no pecar de injustos al hablar de un hecho que racionalmente es un logro político pero que emocionalmente, nada significa.
La violencia puede tener hoy otros motivos y otros procedimientos, más salvajes talvez, porque al fin de cuentas, una guerra declarada (regular o irregular) siempre se desarrolla bajo parámetros política y cívicamente establecidos (formalmente o de hecho), pero una violencia sin motivaciones políticas ni cívicas no apunta a la superación de la organización de los Estados ni a la dignificación de sectores sociales bien o medianamente definidos, y esa es la razón por la que muchos conciudadanos no entienden ni valoran en su justa medida los Acuerdos de Paz, hoy más incomprendidos que nunca.
Más, a pesar de todo, si los principios dialécticos son válidos, es esperanzador tener la convicción de un futuro mejor, sin violencia y sin terror, al menos mientras otra conmoción social no empiece a incubarse.