La firma de la paz ¿Una interpretación racional o emocional?


Si asumimos los principios dialécticos al hablar acerca de la paz, tenemos que reconocer la necesidad de hablar de la no-paz, es decir de la guerra que, a su vez, siempre es violenta y aterradora. Los grandes perí­odos que han conmocionado a los pueblos y sociedades en todos los tiempos y en todo lugar, han servido para consolidar, asimismo, relativos periodos de tranquilidad y calma. No es de extrañar pues que la paz sea consecuencia de la guerra y la guerra de la paz. Cuando las instituciones polí­ticas y las sociedades entran en perí­odos de decadencia, la violencia aparece para restablecer la vitalidad de las mismas; es el espí­ritu y la naturaleza de las revoluciones. El mundo está estructurado a partir de simetrí­as que oponen realidades relativamente contradictorias, al menos así­ lo percibe nuestra mente y en ese sentido, generalmente atribuimos valores a los aparentes opuestos, así­ por ejemplo, la guerra es negativa y la paz positiva. El criterio, en este caso lo obtenemos de la notable evidencia que nos transmite el dolor y el sufrimiento, tanto personal como ajeno. Pero la valoración nada dice de las realidades en sí­. Por ejemplo, si la guerra y la violencia son los cimientos sobre los cuales se erigirá más tarde la paz, ¿Cómo calificarla de negativa? Y si la paz (o el exceso de ella) desgasta las instituciones y adormece la creatividad del intelecto ¿Cómo calificarla de buena? Las contradicciones pues, nos meten en un embrollo lógico en el cual la única guí­a viene a ser: evitar el sufrimiento y alentar el bienestar (no-sufrimiento). De lo anterior se desprende que la argumentación racional no es suficiente ni motivo de convicción para interpretar a corto plazo, o sea inmediatamente, los fenómenos de la paz y la guerra.

Milton Alfredo Torres Valenzuela

En nuestro caso, es notorio que la capacidad para racionalizar el proceso de paz que iniciamos hace pocos años queda muy atrás en relación a nuestra capacidad para interpretar dicho acontecimiento a la luz de un hecho real y directo, la idea o ideal de un perí­odo de relativa calma, de no-violencia y de no-dolor que sólo se ha transformado, pero que no ha cambiado sustancialmente. Por esta razón, por la continuidad de la zozobra, de la violencia y de la crueldad, es que la población no interpreta en su dimensión verdadera, el significado de la firma de los Acuerdos de Paz. El dolor sigue y crece, siendo el único parámetro para enjuiciar el perí­odo histórico que nos ha tocado vivir; y como los intereses polí­ticos y personales, así­ como nuestra incapacidad para valorar racionalmente los acontecimientos formales que son el producto de una conciencia cí­vica que aspira a la paz no se fortalece a través del ejercicio del debate polí­tico y del conocimiento de nuestra historia, nos vemos casi condenados a tirar por la borda un hecho histórico que tuvo bases reales de madurez polí­tica de quienes se enfrentaron violenta y sistemáticamente durante el conflicto armado.

En otras palabras, hay una realidad y una apariencia que se contradicen y que es necesario aclarar para no pecar de injustos al hablar de un hecho que racionalmente es un logro polí­tico pero que emocionalmente, nada significa.

La violencia puede tener hoy otros motivos y otros procedimientos, más salvajes talvez, porque al fin de cuentas, una guerra declarada (regular o irregular) siempre se desarrolla bajo parámetros polí­tica y cí­vicamente establecidos (formalmente o de hecho), pero una violencia sin motivaciones polí­ticas ni cí­vicas no apunta a la superación de la organización de los Estados ni a la dignificación de sectores sociales bien o medianamente definidos, y esa es la razón por la que muchos conciudadanos no entienden ni valoran en su justa medida los Acuerdos de Paz, hoy más incomprendidos que nunca.

Más, a pesar de todo, si los principios dialécticos son válidos, es esperanzador tener la convicción de un futuro mejor, sin violencia y sin terror, al menos mientras otra conmoción social no empiece a incubarse.