Cuando se integró la familia europea en la Unión, allá en el siglo pasado, subyacía la aspiración basada en la estirpe y la ambición económica de la consolidación de un megamercado, que se dispusiera en condiciones de competir en una arena globalizada que imponía unirse o morir en el intento.
En ese tiempo no se avizoraban los riesgos de empalmar miembros a una gran familia, sin tomar en consideración el pasado y sus capacidades en términos de Estado, solo privaron la apetecible oportunidad de convocar a todos los de apellido europeo para enfrentar la pelea de titanes. Acudieron al llamado familiares de todas las regiones, parientes cercanos y lejanos que aludían el linaje regional y su aceptación plena de obligaciones con tal de ingresar al gran mercado europeo. Con el tiempo se fue consolidando el clan y otros en la arena global sintieron respeto por el nuevo coloso que se presentaba brilloso y reluciente con sus nuevos socios unificados. Los miembros originarios de la Unión dictaron las reglas y las condiciones de pertenencia; como mínimo básico había que mantener el déficit fiscal y la deuda pública sin superar su propio PIB, el apellido de los viejos Estados nación se empezaría a diluir y un poco soberanía se ponía en juego a cambio de aliarse a las poderosas economías como la alemana o la francesa que sí podían guardar aquella relación. La idea básica era que cada Estado europeo aportara y se dispusiera en condición de “parte†de un todo europeo. El reto de la nueva pertenencia puso en contradicción a los miembros de los clanes individuales, les llevó a referéndums para disponer los límites de su soberanía a cambio de los supuestos beneficios globales. La fase de expansión abarcó a 27 miembros de la familia europea, pero solo 17 de ellos aceptaron ceder su moneda a cambio del euro, las condiciones de la membresía a este gran club quedaron signadas en sendos tratados, el último de ellos el de Lisboa en 2007. Mientras dicha integración sucedía, el juego del mercado empezó un vertiginoso ritmo como una ruleta de apuestas, el capitalismo de casino abrió sus puertas y otros colosos aceleraron su ambición en el nuevo juego del neoliberalismo financiero. Los jugadores empezaron a apostar y apostar, ganaron y luego perdieron, y perdieron más o todo, empeñaron los recursos propios y los de otros para lo cual prestaron e inventaron dinero para seguir jugando, hasta que el mismo casino empezó a mostrar signos de fatiga y cayó el primer coloso, el del norte de América, su crisis solo tuvo precedente en otra de los años treinta, pero eran otros tiempos y otras las razones. Ahora le llega el turno al coloso europeo; todos sus miembros apostaron en el juego financiero y pidieron préstamos tras préstamos, hasta que el Banco Central Europeo saltó las alarmas. La semana pasada la Unión Europea enfrentó el dilema de adentrarse en la mar profunda con agujeros en el barco y una tripulación asustada y sublevada, sus capitanes Merkel y Sarkozy trataron de poner (imponer) orden ante un dilema impostergable: los parientes grandes con economías reales sustentadas en Estados de larga tradición y bienestar con ciudadanía fiscal, tratando de salvar el euro a costa de levantar a los miembros familiares con economías de arena, como la griega, la italiana, la irlandesa, la española o la búlgara, lo cual requiere reglas más estrictas. Los negocios en familias siempre acaban mal y la familia europea no es la excepción; después del cónclave de Bruselas que recién terminó, la ambición del tío inglés terminó por provocar lo que se consideraba ya imposible, un reagrupamiento de la familia europea al menos por ahora, incluidos los 17 del euro más los 9 restantes. La exigencia del primer ministro Cameron sobre el poder del distrito de la City en la supremacía por las multimillonarias transacciones en euros (más de la mitad se realizan allí), terminó por causar un aparente percepción de sentido familiar. La travesía aún no termina, la contradicción entre capital privado y público se mantienen; el desempleo crece; la migración interna no es suficiente y la externa impone otros retos; el crecimiento y la estabilidad financiera no llega a los parientes pobres de la familia europea. El barco partió y no hay retorno.