La eterna inconformidad de Ingrid Klussmann


Juan B. Juárez

En arte, más que en cualquier otro campo, no es raro que las obras y los hechos significativos se entiendan mejor si se piensa en aquello a lo que se oponen o contradicen. Y es que precisamente ese componente crí­tico que tiene que ver con la rebeldí­a y la inconformidad es lo que explica lo mismo los cambios sutiles que las rupturas abruptas que se operan tanto al interior de una tradición histórica como en el desarrollo de un artista individual. En otras palabras, la crí­tica, más que las leyes de la oferta y la demanda, es el motor interno de la dinámica de la historia del arte.


Nuestra sociedad de mercado exige de los artistas una especie de falso estilo que facilite el mercadeo de las obras, algo así­ como una marca que, como se dice en lenguaje publicitario, habrá que posicionar entre los compradores y coleccionistas. Digo que es un falso estilo porque no se refiere a una orgánica manera de formar centrada en la unidad de una persona, sino que se limita a la persistencia en una temática o en una gama de colores para que a la larga el público termine identificándolos con un autor.

La imagen artí­stica que el público tiene de Ingrid Klussmann, de su «estilo», según esa práctica de mercado, está construida en torno al tema de las vendedoras de flores que, sin carecer de encanto, después de tantos años de persistencia, se resolví­a de una manera hasta cierto punto mecánica y rutinaria. Pero más grave aún: tal imagen y tal estilo no sólo limitaban su oficio sino que traicionaban su verdadera esencia como persona y la ataban a una forma de expresión que de tan repetitiva y rutinaria habí­a perdido sentido, por lo menos para ella.

La inusitada libertad expresiva, técnica y formal con la que Ingrid Klussmann aborda su trabajo más reciente tiene, por eso, el carácter de una liberación con respecto no sólo a la manera laboriosa con que desarrollaba sus temas tradicionales sino, en general, a la actitud rí­gida y encorsetada con que usualmente se asume el oficio de pintar. «Si el arte es expresión -se pregunta ella-, por qué permanecer atada a la imagen artí­stica que uno ha construido de sí­ misma pero que, dadas otras circunstancias, ya no refleja lo que uno verdaderamente siente».

Liberada de su imagen y de otros convencionalismos que la constreñí­an, en la serie «Por ti volaré» es la expansión emotiva la que guí­a la exploración de un territorio de fronteras indecisas, la que desborda los signos formales que naufragan en un espacio inundado por emociones intensas, complejas y fluctuantes que van, sin solución de continuidad, de la serenidad al misterio, de la alegrí­a al vértigo, de la quietud al frenesí­, captadas justamente en las iridiscencias vaporosas y leves de una infinita gama de colores.

En la ejecución propiamente dicha de cada obra, tal expansión emotiva se canaliza en una especie de juego que articula los pocos elementos formales de acuerdo a una combinatoria de infinitas posibilidades, pero que en los cuadros de la serie Por ti volaré sugieren signos que flotan a la deriva sobre la superficie de emociones profundas que no se dejan describir con palabras.

Pero incluso la libertad más absoluta tiene sus reglas. A Ingrid Klussmann su excepcional oficio la autoriza a estas audaces exploraciones expresivas y su cultivado instinto de colorista la salva del caos poniéndola sobre la senda de hallazgos significativos en el arte de comunicar emociones intensas y verdaderas.