Lamentable y condenable ha sido el asesinato del joven aficionado al futbol, presumiblemente a manos de un grupo de otros aficionados de un equipo rival, justo en el día en que se enfrentaban deportivamente. Lo que debe ser considerado una fiesta de la localidad, al reunir a los dos equipos más populares del país, se convierte en tragedia para una familia, pero se extiende hacia toda Guatemala y a su sociedad.
Naturalmente, las miradas van dirigidas principalmente a las autoridades de gobierno, pues debieran garantizar la vida por sobre todo derecho, al ser el génesis de respeto de los derechos subsiguientes. Sin embargo, la eventualidad de la actividad deportiva tiene otros responsables, especialmente porque constantemente se han conocido los enfrentamientos de jóvenes y adultos, hombres y mujeres, que por el equivocado amor y pasión a una actividad deportiva, nublan sus sentimientos y sus condiciones volitivas, y dejan que su cuerpo siga instintos de crueldad, de irracionabilidad y de insensibilidad.
Ejemplos de otros países, tanto en sus prevenciones como en sus actividades debieran dar luces a todos los actores, desde los dueños de equipos, dirigencia deportiva a nivel nacional, funcionarios encargados de seguridad, comerciantes, jugadores, entrenadores y hasta los propios aficionados. Argentina, Inglaterra y otros tantos Estados han aprendido lecciones del futbol en mezcla con el comportamiento humano, posicionando una estrategia de cultura de paz entre sus “barras bravas” y en la cual el respeto mutuo y la tolerancia son los valores más importantes. Se enseña a amar los colores de sus equipos, pero al mismo tiempo a respetar los colores del rival. En las buenas o en las malas, se puede decir mucho y pensar todo, pero al momento de actuar se respetan las normas mínimas de conducta, no sólo deportiva sino también social. Es una cultura impregnada, que promueve toda la pasión dirigida al deporte –futbol en este caso– y que se observa desde los presidentes de los equipos al más alto nivel sentados a la par uno del otro, siendo el visitante un invitado de honor para los locales. No hay insultos. No hay amenazas. No hay discordia. Solo diversión, amarga en la derrota, dulce en la victoria.
Pero además de ello, para el caso que nos ocupa con el caso del fallecido aficionado, se denota a todas luces que tanto jugadores, como el propio club, y por supuesto las autoridades deportivas, han fallado en crear condiciones de esa cultura de respeto y tolerancia que se debe tener en la sociedad. Quizá han cumplido con las normas deportivas (aunque los resultados de nuestro futbol son paupérrimos), pero han descuidado esa norma de ética, de moral, de respeto al rival, de cumplimiento de normas y de ejercicio de valores.
Ni las instalaciones deportivas del estadio El Trébol ni sus alrededores se consideran seguras para este tipo de enfrentamientos de futbol; pero casos como este pueden pasar en cualquier lugar si la sociedad no tolera ni siquiera ver en la calle el color de la camisa rival. Las salidas de acceso y los espacios para compartir áreas comunes son cuestionadas y meritoriamente no se revisan. Ahí el Club Municipal tiene una grave responsabilidad, pero más aún el hecho de no promover esa cultura de paz tan necesaria e importante. En otros casos como el racismo, se han tomado algunas medidas, pero solo bajo la preocupación que tienen los dirigentes de ser sancionados por la FIFA, de no hacerlo.
¿Qué nos enseña el futbol en Guatemala ahora? Nos enseña a tener miedo. A no asistir a los estadios. A odiar a los rivales. A ser mediocres. A no ser correctos en nuestra conducta, bajo la justificación de un resultado deportivo.
Paz y resignación para la familia del aficionado. La justicia será obligatoria y ojalá que no se convierta en otra estadística más de los casos de impunidad. Y para Guatemala, un trago amargo entre tantos, que esperemos sirva de punto de partida para iniciar un cambio en la sociedad y en cada uno de nosotros.