¿Es el fin? El ensayista y editor venezolano Gustavo Guerrero considera que, en todo caso, ha muerto una cierta manera de entender esta literatura. «Está mutando hacia otras partes», dice desde París, donde también habla sobre los libros-desechos y de las posibles estrategias para sobrevivir en una fase de identidad postradicional.
Tomado de Revista í‘
Además de ser un crítico literario de prestigio «el año pasado obtuvo el premio Anagrama con el ensayo Historia de un encargo: «La catira», de Camilo José Cela» y profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Picardie Jules Verne, el venezolano Gustavo Guerrero cumple funciones como Consejero Editorial para Hispanoamérica en la editorial Gallimard. Allí forma parte también de la histórica Nouvelle Revue Franí§aise. Ubicado a espaldas del Museo de Orsay, el edificio donde Guerrero aceptó dialogar con í‘ es el mismo que Gastón Gallimard eligió para instalar su empresa a partir de 1930.
En junio de este año publicó un polémico artículo en Letras Libres titulado «La desbandada», pero fue el subtítulo de ese ensayo «(o por qué la literatura latinoamericana ya no existe)», el que generó un malentendido. No pocos leyeron que su autor anunciaba el certificado de defunción de la literatura latinoamericana. Al comenzar la entrevista desea dejar en claro este punto.
«En realidad «comienza» ese subtítulo lo añadió el editor de la revista. Yo no tengo una visión apocalíptica ni tampoco catastrófica de la literatura latinoamericana. No creo que esté desbandada en ninguna parte ni tampoco que la literatura latinoamericana haya muerto. Lo que ha muerto en todo caso es una cierta manera de entender esa literatura. Creo que la literatura latinoamericana se ha ido transformando, ha cambiado de piel y, en este contexto, han mutado sobre todo los presupuestos ideológicos con los cuales se utiliza esa denominación.»
Esencialmente son dos los presupuestos ideológicos que, según Guerrero, ya no serían eficaces para dar cuenta globalmente de la «literatura latinoamericana». Se trata de los dos paradigmas principales que apuntalaron, hace 30 años, el nacimiento del «boom».
«Yo creo que los fundamentos principales que habían apuntalado el concepto de literatura latinoamericana en los años 60 eran dos: la meta-narrativa de la revolución cubana y la meta-narrativa del realismo mágico. Pues bien: estos dos fundamentos ya no son operacionales. Hoy en día la idea de una literatura latinoamericana está mutando hacia otros territorios. En los años 60, a la literatura latinoamericana se la observaba en el extranjero como una literatura básicamente vinculada al proceso revolucionario cubano, como una especie de vanguardia estética que era proyección de la vanguardia política de Cuba, o de la cultura del realismo mágico o aun del «Barroco». Ahora no es más así. Lo importante es observar esa mutación categorial. Eso es más importante para mí que andar anunciando la muerte o el fallecimiento de la literatura latinoamericana.»
Existen varias razones por las que se vuelve muy difícil abordar la literatura latinoamericana como totalidad. En primer lugar, la superproducción de libros de autores del subcontinente ha derivado en una suerte de «balcanización» del panorama literario. «Hemos entrado en una cultura del exceso «dice Guerrero», del crecimiento ilimitado, que ha tocado dos límites, uno de ellos es el ecológico, y el otro es el de la irracionalidad económica del mismo sistema. Hemos llegado a un momento en que los libreros a veces ni siquiera abren las cajas de libros que reciben porque no tienen lugar donde colocarlos en las librerías. Como en otros campos de la producción contemporánea, hay una sobreproducción editorial que produce libros-desechos, montones de desechos. Y por «desechos» entiendo lo que Bauman: bienes que no han sido consumidos por nadie porque no han encontrado su público y cuyo único destino es la industria del reciclaje».
LA IDENTIDAD PERDIDA
Pero existe también un argumento cualitativo: la imposibilidad de trazar una carta actual de la «Literatura Latinoamericana» nace además de una relativización, por parte de los nuevos narradores, de la cuestión de una supuesta identidad común latinoamericana.
Para el ensayista «estamos entrando en una fase de identidades postradicionales, en donde el asunto identitario no es tan central, entre otras cosas, porque se ha debilitado la relación entre literatura y nación. Desde ese punto de vista, no creo que lo «latinoamericano» (así con comillas) haya desaparecido en realidad como tema, sino que ha mutado hacia otros lugares más discretos o excéntricos. Es decir, se lo concibe de una manera mucho más individual, fuera de un relato colectivo. Creo que la descripción de los problemas, situaciones de vida, conflictos, mitos e historia contemporáneos de los distintos países de América Latina, sigue siendo uno de los temas de la literatura latinoamericana, pero ya no se la concibe colectivamente como una preocupación vinculante y exclusiva. Además, la literatura latinoamericana no se piensa a sí misma en tanto búsqueda de una supuesta esencia común latinoamericana. Esa es, precisamente, la gran diferencia».
En este sentido, Guerrero sostiene que las imágenes de autor que reflejan los nuevos escritores tampoco se corresponden (por no decir que son antagónicas) con la iconografía patriarcal, que mostraban los escritores del «boom».
«La diferencia está otra vez en la ausencia o presencia de un relato latinoamericanista. Yo creo que un hombre como Cortázar, al menos al final de su vida, sí se sentía como un embajador de América Latina en Europa. Como también creo que Carlos Fuentes encarnó una cierta idea de México; o García Márquez, con su forma de ser dicharachera y un poco descosida, encarnó un cierto cliché caribeñista de la costa colombiana. Ellos, cada uno a su manera, quisieron ser portavoces de su propia cultura, de su continente o de su propio país. Aquí hay una diferencia: esto es algo que creo ya no les preocupa a los nuevos escritores. No pienso que Mario Bellatin se sienta ni embajador ni representante de ningún país o continente, tampoco creo que a ílvaro Enrigue, o a Rodrigo Rey Rosa les importen mucho estos asuntos».
Cuando aún no se habían aplacado del todo los estruendos del «boom», en 1980 Juan José Saer escribió en su ensayo «Una literatura sin atributos», una reflexión acerca de la literatura posrealismo mágico, que tiene que ver justamente con lo que propone Guerrero. Saer refiere allí los clichés de la literatura de nuestro continente, sobre todo aquella que gozaba de aceptación en Europa hace treinta años, emparentada con el realismo mágico y el compromiso político: «Es así -escribe Saer- como ciertas designaciones que deberían ser simplemente informativas y secundarias se convierten, por el solo hecho de existir, en categorías estéticas. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la expresión «literatura latinoamericana» (…) Se le atribuyen a la literatura latinoamericana la fuerza, la inocencia estética, el sano primitivismo, el compromiso político (…). Es necesario que todo producto tenga una apariencia necesariamente latinoamericana y que las obras editadas conserven cierto aire de familia. La literatura latinoamericana debe cumplir así, no una praxis iluminadora, sino una simple función ideológica».
¿De qué manera escapar del horizonte de expectativas vinculado a las estéticas de los años 60? La pregunta preocupa a Guerrero ya no sólo como crítico, sino también como el editor que es en Gallimard y que debe, muchas veces, lidiar con el gusto del lector europeo adiestrado a la estética del realismo mágico.
EL OTRO BOOM
«A mí me interesa el paralelismo que se dio en Estados Unidos entre el boom de la literatura latinoamericana y el de la japonesa, en la década de 1960. Son dos booms que coincidieron en el tiempo, que generaron cada uno su propio canon. En el caso de la literatura japonesa el canon estuvo constituido por Kawabata, Mishima y Tanizaki; en la caso de la literatura latinoamericana, por Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes y García Márquez. Lo interesante del caso japonés es observar cómo el surgimiento de estas figuras determinó no sólo el perfil internacional de la literatura de ese país -porque ese va a ser el perfil dominante durante muchos años-, sino también el concepto que los norteamericanos y europeos elaboraron de esa literatura, y que predeterminó un horizonte de expectativas. Durante muchos años, para que un libro japonés funcionara en los Estados Unidos tenía que parecerse a alguno de Kawabata, de Tanizaki o de Mishima, de lo contrario incluso no era considerado como un libro «japonés». Entonces ese tipo de horizonte de escucha internacional tiene una fuerza de coacción muy importante sobre el mercado. Hay mucho que aprender de la experiencia japonesa, porque Japón, a través de autores como Haruki Murakami o Kenzaburo Oé, ha logrado modificar e imponer a otros autores, de estéticas diferentes, y ha cambiado ese horizonte inicial. En el caso de Latinoamérica creo que estamos en esa coyuntura. En Europa todavía se espera que un autor latinoamericano suene a «latinoamericano». Pero quizás el éxito de Roberto Bolaño sea el signo más claro de que las cosas están cambiando. Ojalá que permita hacer evolucionar la mirada europea sobre la literatura de nuestro continente».
Y EN FRANCIA, ¿QU�
Así y todo, ¿el mercado editorial francés acepta (es decir, publica) a los autores que escriben por fuera de las estéticas canonizadas por el «boom»? La conclusión no es del todo reconfortante. «En Francia ya hemos pasado el período de euforia de la literatura hispanoamericana. Actualmente, estamos en un período en que la literatura extranjera no se vende demasiado bien y, dentro de esta rúbrica, lo que se vende básicamente es literatura traducida de la lengua inglesa. La literatura latinoamericana tiene una posición residual. Ya no estamos en la época del «boom» en que teníamos una posición un poco más holgada. Ahora ocupamos un lugar desgraciadamente más limitado, aun en casos de autores de gran prestigio como Bolaño, que no ha llegado a tener aquí los niveles de venta que ha tenido en los Estados Unidos. Con todo, creo que editoriales como Seuil, Christian Bourgois y Gallimard, por citar sólo tres, han ido reflejando en sus elecciones esa diversificación en los modelos actuales de escritura. Si vas al catálogo de Bourgois, puedes encontrar nombres como los de Guillermo Fadanelli, Alan Pauls, Roberto Bolaño; si vienes al mío vas a encontrar a Rodrigo Rey Rosa, a Alvaro Enrigue o a Mario Bellatin; si vas al catálogo de Seuil, vas a encontrar a Martín Kohan, Jorge Volpi o a Santiago Roncagliolo. Digamos que la nueva generación sí ha sido traducida y publicada. No tiene, y eso es lo que lamentamos, los mismos niveles de venta ni de reconocimiento del gran público que tuvieron en su momento los escritores del «boom» o sus epígonos (pienso en Isabel Allende, por ejemplo). Pero esperemos que esto sea sólo una cuestión de tiempo. En eso estamos trabajando».
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