Como ocurrió en 1971 con la llamada «diplomacia del ping-pong», que permitió comenzar el deshielo entre China y Estados Unidos, el concierto que ofreció el martes pasado la Orquesta Filarmónica de Nueva York en Pyongyang también parece destinado a tener una histórica influencia para mejorar las relaciones entre Washington y Corea del Norte.

Si bien la Casa Blanca se esforzó en minimizar el alcance político de esa presentación sin precedentes, es evidente que incluso sus protagonistas tenían plena conciencia de participar en un acontecimiento histórico, como reconoció el director Lorin Maazel.
El simple hecho de haber podido actuar en Pyongyang marca un cambio trascendental en las relaciones de Estados Unidos con ese régimen comunista que, desde 2002 figura entre los países que integran «eje del mal», definido por el presidente George W. Bush, debido a sus ambiciones nucleares.
Por lo demás, Estados Unidos y Corea del Norte permanecen técnicamente en guerra desde que el conflicto de Corea (1950-1953) terminó en un armisticio que dividió en dos la península coreana, pero sin acuerdo de paz.
Bush no ocultó su pesimismo sobre la influencia que puede tener el concierto sobre las relaciones bilaterales, pero la gira de la Filarmónica de Nueva York fue aprobada por el Departamento de Estado norteamericano y su actuación en Pyongyang fue televisada en directo dentro de Corea del Norte, lo que significa otro acontecimiento sin precedentes, y al resto del mundo.
Otro aspecto no desdeñable es que el concierto tuvo lugar un año después del acuerdo alcanzado en las negociaciones a seis –entre Corea del Norte, Estados Unidos, Rusia, Japón, China y Corea del Sur- para que Pyongyang desmantele todos sus programas nucleares a cambio de una ayuda energética equivalente a un millón de toneladas de petróleo.
Otra coincidencia es que, mientras Lorin Maazel dirigía a los 106 músicos de su orquesta, la secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice, se hallaba en Pekín para pedir a China que use su influencia sobre Corea del Norte para darle un nuevo impulso al proceso de desarme nuclear.
En ese contexto, esta «diplomacia musical» tiene más de un parecido con la «diplomacia del ping-pong», que comenzó el 10 de abril de 1971, cuando nueve jugadores de tenis de mesa y cuatro dirigentes viajaron a Pekín para jugar una serie de partido con el equipo chino.
«Han abierto un nuevo capítulo de las relaciones entre el pueblo chino y el pueblo norteamericano», dijo el primer ministro Chu Enlai durante el banquete organizado en honor de sus huéspedes.
«Estoy seguro de que esta reafirmación de amistad tendrá el apoyo de la mayoría de los habitantes de nuestros dos países», agregó.
En respuesta a esa expresión de deseos, el 14 de abril el presidente Richard Nixon levantó el embargo que Estados Unidos mantenía sobre el intercambio comercial con China desde que las fuerzas comunistas derrocaron al régimen nacional de Chiang Kai-shek en 1949.
Tres meses después, el 9 de julio de 1971, el secretario de Estado Henry Kissinger hizo su histórico viaje a Pekín, que fue seguido en febrero de 1972 por la visita de Nixon en febrero de 1972, que marcó la reconciliación total de ambos países.
Otro gesto de gran alcance fue el viaje del violinista norteamericano Isaac Stern a China, en 1979, año en que Estados Unidos y China restablecieron oficialmente sus relaciones diplomáticas. Stern, que había desplegado sus talentos de «embajador musical» 1951 en la ex URSS, permaneció un mes con su familia en China como invitado oficial de Pekín.
Estados Unidos también recurrió a la diplomacia musical con China. En 1973, dos años después de «diplomacia del ping-pong», la Orquesta de Filadelfia fue la primera formación occidental que se presentó en la República Popular de China en la mítica sala del Palacio de la Asamblea Nacional Popular de Pekín.
En algún momento de la «guerra fría», en 1956, empleó ese recurso cuando envió la Orquesta Sinfónica de Boston a la entonces Unión Soviética.
Esos antecedentes indican que la actuación de la Filarmónica de Nueva York en Pyongyang es algo más que «un simple concierto», como dijo con desdén George W. Bush.
Ese fue el sentido que le dio Christopher Hill, secretario de Estado adjunto para Asuntos Asiáticos y principal negociador norteamericano con Corea del Norte: «creo mucho en las virtudes de la música», comentó enigmáticamente desde Bangkok, confiado en que el gesto de Estados Unidos puede «convencer a los norcoreanos de abandonar sus ambiciones nucleares y acelerar el desmantelamiento de su arsenal nuclear».
Aludiendo a la «Sinfonía del Nuevo Mundo» de Dvorak, ejecutada durante el concierto, Hill agregó: «Si Pyongyang abandona sus ambiciones nucleares, eso abrirá cierta un nuevo mundo de posibilidades para ellos».
El operativo diplomático es tan vasto y los mensajes tan claros que parece difícil imaginar que caerán en saco roto.