La crisis de los Noví­simos


¿Que si hací­a temer el infierno?  Por supuesto que sí­ y una tradición muy fuerte en el siglo XIX lo comprendí­a muy bien.  Ahí­ tiene, por ejemplo, a San Juan Bosco que puntualmente hací­a meditar a sus jóvenes en las postrimerí­as: Muerte, Juicio, Purgatorio, Cielo e Infierno.   Les llamaba «ejercicios de la buena muerte».  Además, novelero que era, narraba espeluznantes historias de muchachos fallecidos que ardí­an en el Purgatorio por impuros.

Eduardo Blandón

 Pero el miedo al infierno no lo inventó el santo de Turí­n.  El medievalista Jacques Le Goff, dice que en la Edad Media el temor al infierno y los demonios era moneda corriente.  En la cristiandad medieval, explica, se apelaba con facilidad a la creencia en el más allá. Dios y los personajes sobrenaturales estaban muy presentes en la vida cotidiana. La religión cristiana excitaba poderosamente la imaginación de los hombres y las mujeres, y produjo un «imaginario» propiamente cristiano.

 

«El miedo al diablo y a los demonios era grande, pero lo era todaví­a más el miedo al infierno. Sin embargo, la gente de la Edad Media disfrutaba de la alegrí­a y la felicidad, especialmente gracias a la oración».

 

 Estando así­ las cosas, Dios no era amado de manera benévola, sino temido.  Por lo que algunos se mostraron crí­ticos frente a esa situación.  Uno de ellos fue el autor del soneto del sigo XVI, mal atribuido a Santa Teresa de ívila,  titulado «No me mueve mi Dios, para quererte», en el que se invita al amor divino, fundado no en el temor, sino en el deseo de adoración.

 

            Un extracto dice:

  «Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,  que aunque no hubiera cielo, yo te amara,  y aunque no hubiera infierno, te temiera».  

Pero el infierno, quizá a partir de la ilustración, pierde lustre y cada vez menos se cree en él.  Estadí­sticas recientes, según el diario español «El Paí­s», muestran que el 60% de los católicos cree en Cristo, pero no en el infierno ni en el Paraí­so.   Lo que quiere decir que son «realidades» que quizá pervivan a causa de la literatura y como viejo resabio medieval.  

Por esto, el anuncio de Juan Pablo II en 1999 respecto a que «el infierno, más que un lugar, es una situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios».  Y la de Benedicto XVI que coincide al afirmar que «el infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegrí­a», no debe sorprender ni asustar a nadie.   

Estamos frente a la crisis de las postrimerí­as.  Las cosas, resumiendo, están así­: no existe el cielo («el cielo no es un lugar fí­sico entre las nubes, sino una relación viva y personal con Dios», Juan Pablo II).  No existe el purgatorio («el purgatorio no es un elemento de las entrañas de la Tierra, no es un fuego exterior, sino interno», Benedicto XVI).  Y, como se ha visto, no existe el tal infierno.  

¿En qué quedamos?  ¿Dejamos de apostar por Dios al mejor estilo de Pascal?  ¿El recurso a los «Noví­simos» era pura ficción? ¿Todo esto era simple «creación de la literatura fantástica»?  Puede que no andemos lejos y el teólogo español Juan José Tamayo nos lo insinúa en la cita siguiente: «En un delicioso diálogo entre Borges y Ernesto Sábato, éste pregunta qué opina de Dios. Borges: «Â¡Es la máxima creación de la literatura fantástica! Lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teologí­a».Â