Se ha señalado hasta la saciedad que la presión de la coyuntura, es decir que el conjunto de situaciones actuales, condiciona y limita las posibilidades de administrar hacia futuro. Que estas presiones han hecho sucumbir cualquier tipo de planificación o que la misma es inexistente. La percepción y las manifestaciones de inseguridad van en aumento. Los criminales adicionan adrenalina a sus temerarios actos, desafiando a los agentes de la policía, literalmente en sus propias narices.
Hace una semana, el Procurador de los Derechos Humanos, en un emotivo y esperanzador evento presentaba ante decenas de familiares de víctimas de las atrocidades cometidas por el Estado. Un informe preliminar mediante el cual se daban a conocer procedimientos, identidades, lugares y nombres de víctimas y victimarios. Al día siguiente, mediante la reafirmación de los más abominables actos de intimidación, la licenciada Gladys Monterroso, esposa del Procurador, durante un poco más de doce horas habría padecido diversidad de tormentos. Le dejaron viva, supongo, para demostrarle al Procurador y con él a la sociedad entera, que nos encontramos a merced de una sólida estructura de impunidad. Mi solidaridad ante estos repudiables actos. Y el martes pasado también fue el día de más generalizada psicosis colectiva que recuerdo.
Esta serie de actos de arrogante y enfermiza intimidación, en la que los reiterados ataques contra los pilotos de los autobuses, es en efecto parte sustancial de la embestida continuada que tiende a mermar (en todo sentido) la frágil presencia del Estado. Un Estado asfixiado en sus corroídas estructuras, cuya refundación es inminente y urgente.
Y ante este caótico cuadro, la sociedad entera es invadida por un mediocre oportunismo en el que se espera toda la capacidad, toda la coordinación, toda la habilidad y toda la responsabilidad del otro. No se pueden poner de acuerdo las diversas expresiones del liderazgo que asumimos y contamos.
Uno de los grandes problemas se deriva en que la deliberación y futura implementación de planes de combate en contra de la criminalidad prevaleciente son o han de ser actos muy públicos. En tanto las acciones de los delincuentes son a hurtadillas, en las sombras. Su impacto está determinado por el salvajismo con el que actúan, sea bajo el cómplice silencio e indiferencia de quienes les observan o de la impotencia de no contar con los medios de reacción.
La crisis de esta crisis es que no nos permite en lo inmediato ponernos de acuerdo. Que en efecto estamos reaccionando, a todo nivel, en medio de las premuras impuestas por las agendas clandestinas de quienes castigan inmisericordemente a un número cada vez más creciente de víctimas y sus consternados y descorazonados familiares.
La crisis de la crisis es que en el corto plazo no se vislumbra una suma de voluntades que tiendan a limitar la capacidad de ataque continuado de la que los habitantes de la ciudad capital es el principal foco de víctimas, pero no el único. La crisis de la crisis está envuelta por el sombrío panorama que nos ocasionará otro tipo de problemas derivados de una economía mundial en picada y cuyos negativos impactos a todos lastimará. La crisis de la crisis es que pareciera que va en aumento el área de influencia de aquellos territorios dominados por el pánico y el terror que imponen quienes reiteradamente se burlan ante la limitada capacidad para imponer y hacer que se cumpla la ley.