Es curioso, la palabra «corrupción» viene de dos voces latinas: «cor» que hace alusión al corazón (cuore en italiano) y «rumpo» (rompere en italiano) que equivale a «romper». En pocas palabras quien comete «corrupción» no hace sino «rompernos el corazón», traicionar nuestra fe y defraudarnos. Quien se corrompe debería ser sancionado no sólo por el acto mismo, sino por el daño ocasionado a nuestra sensibilidad por el engaño.
           Tanta mentira hace que creamos menos en los políticos y que nos volvamos ateos de sus palabras. Todos sabemos que los que se dedican a la cosa pública no tienen credibilidad y aunque aparezcan en la televisión y hablen mucho por la radio, nadie presta fe a lo que dicen.Â
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           Y no es que no nos interese el mundo político. Por el contrario, soñamos en un mundo mejor y nos esforzarnos en creer las propuestas que se nos anuncian cada cuatro años. Pero es una fe nacida no de la espontaneidad, sino forzada por la voluntad. Creemos porque así lo queremos, no porque en realidad exista una convicción respaldada por la razón.
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           Lo más simpático es que los corruptos suelen provenir del mundo cristiano. Usted los puede ver en misa rezando un Padre Nuestro o en el culto, elevando las manos al cielo y suplicando con rostro compungido. Se les olvida que «ni los ladrones, ni los avaros…, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios». Aunque, quizá se recuerden de ello, pero esperanzados a «robarse» el cielo a última hora, en el lecho de muerte.
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           No es falta leve la que cometen los corruptos porque supone deliberación. Quien se corrompe, miente, oculta y engaña con el propósito de ver realizado su ambición. Y, como decía san Agustín: «La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar». A este respecto explica el antiguo catecismo: «Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene el derecho de conocerla. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor».
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           Los corruptos lesionan, ofenden el vínculo fundamental del hombre. Las relaciones se fundan en la verdad y, si alguien pierde credibilidad, impide cualquier tipo de diálogo. Evidentemente, no puede haber comunicación cuando partimos de la desconfianza, cuando conocemos la voluntad de timo, en la medida en que sospechamos del otro. Así, como puede verse, nuestra relación con el mundo político se encuentra minada. Los políticos han perdido todo crédito.
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           ¿Y eso por qué? Por la corrupción constante y el saqueo frecuente. Conocemos el mal que padecen y preferimos alejarnos de ellos, por terror al contagio. Ese mal se pega, Napoleón nos lo recordó hace tiempo: «he dormido en el lecho de cuatro reyes y me he contagiado en ellos de una enfermedad terrible». La ambición sin límite es una enfermedad mortal.
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           Yo creo que los políticos del futuro tienen la misión de reparar los corazones rotos y, de paso, cuidar los suyos propios que, sin duda, están también un poco putrefactos.