POR í‰MULO TRAGALEGUAS
El Patojo, como le decían en el barrio, estaba muy contento porque iniciaba el Mundial. Era su primer evento de esta magnitud. Hacía cuatro años, para España 82, él aún no sabía de esa fiebre; recordaba un carrito de plástico, muy ligero, con una vejiga en la parte de atrás, que al inflarla y dejarle escapar el aire, hacía que el carrito saliera disparado por unos metros. Pero su señor padre, que observaba por el televisor en blanco y negro la final entre Italia y Alemania, lo mandó a callar.
Ahora, el Patojo tenía conciencia. Había llenado ya el álbum del Mundial, incluyendo la estampita de Andreas Brehmen, una de las más difíciles, así como la de la selección de Canadá. No cabía duda: México 86 sería su primer Mundial.
Como verdad de Perogrullo, había aceptado, por medio de su señor padre, que Brasil es el mejor equipo, en cualquier estadio, en cualquier Mundial. Es por ello que, utilizando una camisola con los colores de la Canarinha, que había pertenecido a su señor padre de un equipo con el cual jugó en los campos del Roosevelt, se la probó, y, a pesar que le quedaba guangocha, se la quedó. Buscó una pantaloneta verde, pero sólo encontró la que utilizaba su señora madre para hacer sus aeróbicos, pero como le quedaba grande, se la amarró con un lazo plástico.
Brasil perdió esa jornada contra Francia. Pero él no vio el partido. Aburrido, desde el primer tiempo, tomó su pelota número cinco, que ya tenía algunos «gajos» descascarados, y fue a patear a la calle. En lontananza divisó a su amigo Carlitos, y se pusieron a jugar la chamusca más interesante, en la que no había tarjetas rojas, y el ganador era el último que anotara el gol cuando la noche empezaba a pintar el cielo y ya era imposible observar el balón.