Juan B. Juárez
Se dice que un artista ha alcanzado la madurez cuando ejecuta su trabajo creativo con el tranquilo sosiego de quien ya no debe demostrar que es el mejor, cuando lo que lo mueve a realizar su obra ya no es ni la adivinación de las tendencias del mercado, ni la deslumbrante moda artística del momento ni el «buen gusto» que dictan los supuestos conocedores, sino la determinación interior de serle fiel al tema que lo inspira. Pero sobre todo cuando, dejando atrás la grandilocuencia de los grandes temas y el cacareo estéril de la originalidad, se concentra en su entorno más íntimo y verdadero y extrae los valores estéticos y existenciales de su obra del legítimo transcurrir de su vida en las circunstancias que fatalmente le tocaron. Es entonces cuando se puede afirmar que el artista ha regresado a casa.
Me atrevo a decir que esto es justamente lo que tempranamente sucede con Doniel Espinoza (Guatemala, 1970), como se puede apreciar en la muestra de su pintura que actualmente se exhibe en la galería La Antigua de la ciudad colonial. Son cuadros de gran aliento en los que, en efecto, se manifiesta algo verdadero y en los que el trabajo del artista pareciera limitarse a dejar que ese algo aparezca, en rendirle la técnica para que, sin vanas ostentaciones del talento y la habilidad, ese algo se abra el camino a su manifestación en la tela con naturalidad, sino forzamientos conceptuales e intelectuales, casi diríamos por su propia determinación.
Lo primero que llama la atención en la pintura de Doniel Espinoza no es la inagotable riqueza del color ni la fantasía imaginativa con que resuelve cada cuadro sino lo cuidadoso de su realización. En este punto, si uno quiere reparar en la técnica del artista se encuentra con que ésta no se limita a la simple destreza de pintar y dibujar sino que abarca también el trabajo de la imaginación poética, puestas ambas en dirección de recrear un ámbito cálido, sereno y acogedor, propicio para habitar en él.
Ese ámbito es lo habitual. En su pintura, la ocupación -la habitación? de ese ámbito, además del cuidado y la preocupación del artista, está significada por los muebles desmesurados y rotundos, que más que gastados por el uso están como absorbidos por la familiaridad: muestran las huellas emotivas de quien los usa cotidianamente y la forma del mundo al que pertenecen. Sobre su quieta rotundidad material y entre los apagados ecos familiares que guardan y resguardan, resuena, sin embargo, el bullicioso movimiento de lo extraordinario, significado a su vez por los insólitos artistas y animales del circo.
En la casa mágica de Doniel Espinoza las magnitudes, las proporciones y las relaciones están trastocadas, y de allí su conmovedor encanto: lo íntimo y familiar se presenta como enorme y pesado, con la severidad propia de lo estable y duradero, y lo extraordinario como pequeño y leve, con la ligereza y alegría del juego y la farsa; pero tales extremos no se excluyen mutuamente sino que, al contrario, se concilian y hasta se complementan. Diríase que lo familiar acoge a lo no habitual, que la intimidad se enriquece con la experiencia de lo público, que lo cerrado permite lo abierto, o bien que lo extraordinario sólo es tal desde la perspectiva de lo común y cotidiano.
Es curioso, eso sí, que desde la perspectiva de lo común y cotidiano, de lo serio y lo estable, de lo material y palpable, lo extraordinario tenga en la pintura de Doniel Espinoza el carácter de lo irreal e imaginario, de circo y de teatro y, en fin, de artístico y fantástico. Sin embargo, la contradicción se resuelve si se piensa que tales extremos en la manera de estar en el mundo (como trapecista, domador o mago) son, desde la perspectiva señalada, posibilidades imaginables de ser y señalan, a su modo, el ámbito de libertad en el que se instaura la casa mágica y la decisión del artista de instalarse en ella.
La Casa Mágica de Doniel Espinoza es, sin duda, mágica, pero no fantástica o imaginaria. El espectáculo que tiene lugar en ella, el acto de ilusionismo al que responden todas sus pinturas tiene que ver con el hecho de que en su interior las cosas significan otra cosa: más allá de su apariencia amable, seria o irrisoria, a través de ellas se articula una reflexión cierta, no carente de gracia e ironía, sobre el ser del artista, del arte y del mundo.