La carretilla de helados


Ren-Arturo-Villegas-Lara

En ese tiempo había varias carretillas: la del que vendía naranjas peladas, untadas de sal y polvo de pepitoria; la del que sacaba la basura de los almacenes de los chinos; la del que vendía granizadas con el hielo pintado de colorado y amarillo huevo… Pero, la que mejor recuerdo era la de Pescadito, que era el mote de aquel hombrecito diminuto como el Sombrerón, quien había desarrollado unos fornidos antebrazos a fuerza de andar llevando la carretilla de helados por cuantas calles y avenidas del pueblo eran lugares propicios para vender.

René Arturo Villegas Lara


Por supuesto que no eran carretas como las de ahora, que casi llevan un refrigerador por dentro; no, la carretilla de helados a que me refiero, aunque solo había una, estaba pintada de azul y blanco, como bandera nacional, y la fabricó uno de los mejores carpinteros de Chiquimulilla, don Chente Vásquez, que igual hacía una marimba cuache, un portón para un zaguán, un armario, una caja de muerto o una carretilla de helados. La mera verdad es que era un cajón rectangular, con una rueda por delante forrada de hule de llanta de carro, que con las dos patas de atrás, permitía estacionarse en donde Pescadito quisiera. Además, tenía dos brazos para lograr que caminara y así recorrer las vías empedradas, sonando su campanita de bronce, igual a la que sonaba Gabino cuando ayudaba al padre Shumann en la misa de los domingos. Uno escuchaba el tilín tilín de la campanita y había que ver de dónde salían los dos centavos para comprar el helado que vaya a saber Dios quién lo fabricaba, aunque por algún tiempo ese fue un negocio extra del profesor Tulio Lara. La carretilla tenía una tapadera con bisagras, que se levantaba y por dentro estaba un cilindro de lámina de zinc, también con tapadera. A su alrededor le ponían suficientes pedazos de hielo que compraban en la fábrica de don Gilberto Melgar, que quedaban en el Trapiche San Joaquín. Al hielo le aplicaban sal y aserrín de pino que obtenían en las carpinterías. No me explico por qué le aplicaban sal, pues en los lugares en donde cae nieve, la sal la utilizan para deshacerla y despejar calles y banquetas. Cuando llegaban los intensos calores de la Semana Santa, Pescadito colocaba la carretilla frente a la iglesia y entonces había venta loca. Si la nieve se empezaba a aguadar, entonces levantaba la tapadera y movía el cilindro en forma semicircular, hasta que la leche volvía a agarrar consistencia. La carretilla tenía su desagüe para expulsar el agua del hielo que se derretía, tapado con un corcho. Cuando Pescadito lo juzgaba necesario, quitaba el corcho y salía un chorro de agua fría y salada, con color de “miados” de bolo. Los patojos nos quitábamos los zapatos y poníamos los pies para que nos cayera el refrescante y frío chorro de agua. Lo más placentero de recordar era la presentación del helado: montado en un barquillo moreno, también producto artesanal, que el heladero formaba, utilizando una cuchara plana, una verdadera obra de arte, pues construía un copo de colores amarillo, blanco y rosado o colorado, según las nieves que llevara en el cilindro. Y eran helados que sabían a gloria. De pura leche. Sin ninguna adulteración. Es raro encontrar ahora esos helados artesanales. Hoy todo se fabrica con máquinas y hay tal variedad de sabores que van desde aguacate hasta llegar a chicharrón. Quizá helados como los que vendía Pescadito los encuentre uno en esos pueblos que se han quedado quietos y apacibles; aunque darle punto al tueste de los barquillos o el dulce apropiado a la leche que se cuaja cuando llega a nieve, quién sabe.