La Capital de la alegría


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Existe un lugar muy fértil, tan fértil, bien fértil que cualquier semilla que se deje caer al suelo, pronto empieza a germinar para volverse una planta esplendorosa. Esta es la historia de un pequeño lugar que sintetiza las contradicciones de todo un país. Las líneas de abajo son apuntes para la reedificación de la memoria de los que ya no están, la única posibilidad de resolverla radica en los que aún están.

Julio Donis


Como este hay otros relatos que aún no son suficientes para develar la injusticia cometida en este raro lugar.  Dicen que en este pequeño sitio llamado la Capital de la alegría, si uno se queda parado un buen rato, pronto empieza a echar raíces. Las tierras de ese lugar son las faldas muy extendidas de una cadena de volcanes, que mucho tiempo atrás estuvieron activos, bien activos, tan activos que sus cenizas se esparcieron hasta la orilla del océano Pacífico, volviendo negra la arena de la playa. Todo lo que salió de esas calderas del planeta se estaba cocinando casi desde siempre en las profundidades, y el potaje de minerales hizo pues que las tierras fueran tan fértiles, desde la Capital de la alegría hasta la orilla del mar, y desde una frontera hasta la otra. Este es uno de esos raros lugares en los cuales contrasta de manera abrumadora y avasalladora, la riqueza de la naturaleza con la explotación de sus habitantes, o dicho de otra forma, la riqueza de sus tierras con la pobreza extrema de sus pobladores. Sin embargo no todos, una minoría se ha aprovechado desde el inicio de esa condición y ha mantenido aquel contraste para provecho de los suyos sobre la miseria de los muchos. El derecho sobre esa tierra con características tan especiales, fue despojado a los habitantes originales  a punta de espada y de la cruz cristiana, y desde ese momento de la historia la contradicción tomaría un sinnúmero de formas, todas ellas con un resultado nefasto, a partir del cual unos siempre estuvieron mejor y otros, los más, siempre fueron precarios. El aprovechamiento de esa condición particular de la tierra, especialmente en los alrededores de la llamada Capital de la alegría, hizo por ejemplo que se dejaran caer semillas de algodón, convirtiendo la zona en grandes plantaciones algodoneras. Por ese tiempo en el mundo, la prendas, muchas prendas, casi todas las prendas se hacían a base de esa fibra preciosa, aun no existían los polímeros del plástico que años después vestirían a todo el mundo. Para acelerar la producción se aplicaron químicos que envenenaban a los trabajadores y a la tierra. Pronto, muy pronto los pocos se dieron cuenta que si dividían la tierra por grandes unidades de explotación llamadas fincas, la producción se aceleraría, pues dichas unidades absorbían a los trabajadores de tal manera que allí vivían con sus familias, allí aprendían a leer, allí nacían sus hijos, y si se enfermaban, allí se curaban o allí se morían, pero sobre todo allí trabajaban para los dueños que eran los pocos. Este país que alojaba a la Capital de la alegría era muy raro, bien raro, tan raro que mientras en otros lugares del mundo, la producción del trabajo asumía formas capitalistas modernas, aquí el trabajo era forzoso y esclavizante. Con el tiempo, en aquel lugar se cambió la explotación del algodón por la caña de azúcar y fue necesario más manos, muchas manos, miles de manos. Llegaron de tierras altas cada año para cosechar la caña y pronto esa interacción dio como resultado el nacimiento del Comité de Unidad Campesina, y con ello la conciencia organizada de los trabajadores que exigían lo mínimo justo. El Gobierno para el año ochenta dijo que lo máximo podía ser Q 3.20 por día. Luego vino la muerte, la desolación y el silencio de muchos años, varios años, demasiados años. Hoy, los hijos de aquellos que fueron asesinados, se siguen tiznando y quemando en los cañales de azúcar de Santa Lucía Cotzumalguapa, la Capital de la alegría, pero las sonrisas empiezan a retornar a aquel lugar que un día fue infeliz, muy infeliz, tan infeliz.