La canción de otoño y el Dí­a D Segunda Parte


Desde su Cuartel General de South Wickhouse, el domingo 4 de junio a las 9:15 de la mañana Eisenhower esperó los partes meteorológicos. Después de largas deliberaciones con su Estado Mayor, asumió personalmente la responsabilidad, la invasión a Europa serí­a el martes 6. Desde mayo habí­an sido fijados como dí­as probables el 4, 5 ó 6 de junio. Habí­a que contar con que la luna alumbrara ya entrada la noche, así­ los aviones podrí­an llegar a suelo francés todaví­a en la oscuridad. Luego al salir la luna, la claridad permitirí­a que los paracaidistas y los planeadores visualizaran el terreno pantanoso del área. La otra condición era que la marea, estuviera baja en el amanecer para que los obstáculos y las minas de las playas fueran visibles. Los dí­as 4 y 5 de junio hubo mal tiempo y poca visibilidad, los buques con tropas el dí­a 4 ya en camino, fueron regresados al cancelar la operación. Cuando el meteorólogo anunció buenas condiciones para el dí­a 6, eso fue suficiente para tomar la decisión, la segunda parte del melancólico verso de Paul Berlaine anunciando la invasión, fue recibida por la resistencia francesa. De lo vivido en las playas ese dí­a he oí­do las anécdotas más extraordinarias:

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

Al mediodí­a del 6 de junio los hombres que guardaban los puentes en la población de Caen sobre el Rí­o Orne esperaban ansiosamente los refuerzos de Lord Lovat, el señor de Beufort Castle en Inverness, Escocia, quien se habí­a convertido en un sí­mbolo para sus hombres. Los Puentes de Caen sobre el Orne todaví­a permiten llegar a Vierville, una pequeña urbe rodeada por cafés. Pasados quince minutos de las doce se escucharon las gaitas y los Comandos de Lord Lovat principiaron a atravesar el Puente desde la otra orilla. Lovat el señor de Beaufort Castle en Inverness Escocia, marchaba imperturbable al frente con su boina verde y un rifle de caza mayor al hombro, seguido de los gaiteros. Sus comandos caminaban derechos sin parpadear en medio de las balas y explosiones como en un desfile militar bajo los acordes de Road to the Isles. Fue tan impresionante el espectáculo que los alemanes dejaron de disparar para admirar aquella prueba de arrojo, una verdadera locura. Al llegar ante sus superiores Lovat se excuso por haberse retrasado quince minutos. Dí­as más tarde Lovat fue herido gravemente, pero sobrevivió y años más tarde ingresó a la polí­tica al lado de Churchill. Los años siguientes conmemorando el Dí­a D se reuní­a en Vierville con los veteranos de su Regimiento y otros veteranos alemanes que presenciaron la acción y celebraban el surgimiento de una nueva Europa.

La Playa Omaja del lado americano fue una verdadera carnicerí­a. Murieron casi dos mil quinientos hombres en las primeras oleadas de desembarco. La artillerí­a que Rommel habí­a emplazado estaba intacta y no apuntaba al mar sino directamente a las playas. Entre los hombres que desembarcaron al frente de la primera oleada estaba el fotógrafo de Live, Robert Cappa quien captó la mejor fotografí­a de la guerra y que por años me sigue causando admiración: la cara de temor y decisión de un soldado parcialmente sumergido entre la resaca esquivando las balas, a unos metros adelante de él se encontraba Cappa captando el momento.

Entre los miles de muertos de la Playa Omaja se encontraban la mayorí­a de los jóvenes reclutas del pueblo de Bedford en las montañas de Virginia, conocidos como The Bedford Boys, integrantes del 116 Regimiento de Infanterí­a. La Compañí­a a la que pertenecí­an los jóvenes de Bedford fue destinada a la Playa Omaja. Ese dí­a, 19 de los 35 muchachos reclutados en Bedford murieron los primeros quince minutos de invasión y dos más a lo largo del dí­a. Bedford, un pequeño pueblo de Virginia, tení­a entonces sólo 3500 habitantes y tuvo la pérdida per cápita más grande de cualquier ciudad americana en el Dí­a D. En el Ayuntamiento de Bedford están las fotografí­as de la flor y nata de su juventud aquel entonces y las calles vecinas llevan los nombres de los veintiún jóvenes muertos en acción ese dí­a.

Hace pocos años atravesando en tren la campiña cercana a Normandí­a, todo sigue como debe haber sido, los setos vivos sobre muros de piedra, el Castillo de la Roche Gullon, con sus ventanales rodeados de hiedra, el Campanario de Saint Mere L í‰glise y sus calles empedradas hoy frecuentadas por turistas que disfrutan el calvados y el buen queso Bretón. En las escuelas de Vierville los versos de la canción de otoño de Paulverlaine son leí­dos como una evocación romántica y no como un mensaje de guerra. Desaparecieron los restos de chatarra y la metralla visible en los monumentos de sus ciudades y poblados que se mantuvieron como mudo testigo de la guerra. Las cicatrices del Dí­a D quedaron en las playas, lucen como heridas sangrantes de la humanidad, miles y miles de cruces blancas sobre pasto bien recortado, están ahí­, en los cementerios de uno y otro bando recordando aquel dí­a que como predijo Rommel, el Zorro del Desierto, fue el dí­a más largo del siglo.

En el desembarco de Normandí­a murieron en acción 29 mil estadounidenses, 23 mil diecinueve alemanes, 11 mil británicos, 5 mil canadienses y 12 mil doscientos franceses, los heridos y los que quedaron lastimados en el alma de por vida, fueron cientos de miles.