En aquellos tiempos no existían los profesores de educación física; pero, en el pénsum de la primaria aparecía una clase que se llamaba “Trabajos manuales, calistenia y canto”. La calistenia, tengo entendido, son los ejercicios físicos. Como los profesores, a veces empíricos, aunque mucho mejor que los graduados, no estaban preparados para dirigir esos menesteres educativos, inventaron que el día sábado se llevaban a pasear a los niños a los alrededores del pueblo: ríos, bosques, carreteras en constante construcción y hasta volcanes que había en las cercanías.
Al recordar esos paseos, cuánto placer proporciona transportarse al tiempo que fue. Ese placer sublime que experimentó César Brañas cuando escribió todas las estampas de su soñada Antigua, “Como un Arco Roto”; o “Guatemala en las Líneas de su Mano” de Cardoza; o el “Floreal de Guatemala” de mi querido maestro, Pepe Hernández Cobos…
La municipalidad de Chiquimulilla tenía un trato con el Director de la escuela, para limpiar el estanque que quedaba en la faldas del Tecuamburro, en donde se captaba el agua potable que surtía los chorros públicos del poblado, para que se surtieran los vecinos utilizando cántaros que fabricaban en Ixhuatán, ya que no había servicio domiciliar. Eso se hacía dos veces al año y los patojos esperábamos con ansiedad que llegara la fecha de la limpieza del estanque: una vez en mayo, con la entrada del invierno; y otra en noviembre, cuando ya no caían aguaceros. Aquella experiencia rural permitía penetrar en un jardín boscoso, con grandes conacastes, frondosos cedrales y erectos cortesales vestidos de flores amarillas cuando había terminado la Semana Santa. El aire puro esparcía el ruido de los manantiales que se iban presurosos por las pendientes hasta llegar a la orilla del río Uchapí. La vereda que usaban las lavanderas tenía una alfombra de hojas secas que uno iba pisando con cautela, no fuera a ser que un cantil traicionero descargara sus colmillos en los pies de los compañeros que no usaban zapatos. El profesor siempre iba adelante. Oteando cualquier peligro. Recuerdo que antes de llegar a la Pila de Santa Catarina, estaba tendido un tubo de diez pulgadas para conducir el agua hacia el pueblo. Había que agacharse para pasar el tubo. Una vez el profesor marcó alto: una tremenda chichicúa, negra y con círculos amarillos, estaba enrollada en el tubo y precisamente en el lugar de paso. Al sentir nuestra presencia, porque las culebras dicen que no ven, se extendió y se esfumó entre los bejucos de la orilla, para perderse en el bosque. Al llegar al estanque, veíamos una hondonada que se extendía en dirección al Ixcatuna o río grande y el fondo se abría paso a un pequeño río que se formaba con los chorros de agua que salía de las peñas. Las lavanderas, xincas de pura estirpe, inclinadas sobre piedra planas, vestidas de güipil hasta la cintura, con los virginales pechos al desnudo, hacían los movimientos propios para despercudir la ropa, sin preocuparse que los niños morbosos nos les quedáramos viendo. Otras golpeaban los pantalones sobre la piedra de lavar para sacar la tierra y el lodo de las faenas agrícolas: plash, plash, plash… Y los patojos chapoteando en el agua del estanque. Era la única piscina que conocíamos. Algunos agarrábamos jutes y canutos de Santa María para llevar el almuerzo a la casa, mientras otros, los más grandes, barrían el estanque con escobas de escobillo. Cumplida la tarea, el profesor sonaba un gorgorito, nos vestíamos, y perlados aún por el agua potable que se nos prendía en la piel, volvíamos al pueblo a esperar la nota de fin de año, en donde el certificado del Ministerio diría: “Trabajo manual, calistenia y canto: Muy Bueno”.