La bicicleta


Antonio Cerezo

El lugar donde vivo se presenta ante los ojos de cualquiera con el esplendor de una naturaleza hermosa, dotada de grandes extensiones de pino y áreas verdes que resulta un tónico embriagador para el espí­ritu y para el alma. A unos trescientos metros de mi casa se ubica una hacienda que con su ganado y olor peculiar, me hace olvidar el bullicio y la intranquilidad de la vida citadina. Para abordar el autobús que debe conducirme al colegio, situado al otro extremo de la ciudad, debo caminar un kilómetro y medio por unas calles polvorientas en el verano y llenas de lodo en perí­odo de invierno. Es un trayecto que recorro con placer algunas veces, sobre todo en las mañanas, cuando respiro ese aire tan puro que me hace sentir deliciosa la vida, llena de colorido y de cosas lindas que mecen mi alma en trapecios de felicidad. Algunas veces, sobre todo al mediodí­a, hace un calor sofocante que me hace añorar una sombra que me cubra y un sorbo de agua que mitigue mi sed. Sin embargo, el único problema verdadero, el único lugar que ensombrece la belleza de este paraje, es esa jaurí­a que vive por la cuesta a donde debo ir a traer el pan todos los dí­as y por donde necesariamente debo transitar para llegar a la parada del autobús del colegio. Recuerdo un par de veces, cuando arrinconado contra una alambrada de púas, he tenido que lanzar al aire no sé cuántas patadas y gritos desesperados, para espantar a tres o cuatro perros enormes que ladran sin cesar y que intentan por todos los medios acercarse para morderme. De haber desfallecido un solo instante en mi defensa, hubiera sido descuartizado por esos animales furiosos; afortunadamente siempre hay gente buena que ayuda al necesitado en el momento preciso. Mi ángel de la guarda fue una señora que con baldes de agua espantó a los animales la primera vez y dos transeúntes fortuitos que se presentaron a ayudar con piedras y gritos en otra oportunidad.


Hace ya algún tiempo que tengo la ilusión de tener una bicicleta pero por una u otra razón no me ha sido posible adquirirla; alguna vez porque no ha habido dinero en casa, en otra oportunidad porque me he portado mal y la que yo considero real: no me la han querido comprar. Algún dí­a tendré el dinero necesario y entonces no habrá razón de pedí­rsela a nadie. Mientras tanto, debo dejar que mi mente y mi ilusión hagan el trabajo necesario para sentirme transportado en el vehí­culo anhelado. Es fantástica la mente. Cada dí­a, cuando muy de mañana salgo de mi casa, siento que viajo en bicicleta hacia la parada del autobús. Veo hacia abajo e imagino la ruta de las llantas: pasan por esa zanjita esquivando una piedra filuda, hacen zigzag evitando tanto hoyo y poco a poco devoran el camino; a veces, cuando me junto con otro compañero del colegio que vive como a seis cuadras de mi casa, echamos carreras rumbo a la parada. Corremos e imaginamos la velocidad de nuestras bicicletas; al llegar a la cuesta comenzamos a zigzaguear y el paso se hace lento; nos paramos en los pedales y hacemos el último esfuerzo; ponemos una velocidad más suave y por fin, jadeando, logramos la cima. Ya en la parte plana, damos un pedalazo y dejamos correr la bicicleta para descansar un poco; otro pedalazo y otro descanso. Cuando faltan como dos cientos metros para la meta, ponemos toda nuestra pericia en el sprint final; llegamos casi empatados; siempre me gana él o le gano yo por un tubular. Nos tiramos al suelo agotados y ponemos los bolsones por almohada. Reí­mos y hacemos comentarios sobre lo duro de la competencia mientras llega el autobús.

Cómodamente sentados en la camioneta, el viaje se hace placentero. En el colegio, la bulla, las clases, las carreras, las bromas. Se pasa el dí­a más o menos bien. A la salida de clases corro a tomar el autobús pues quiero irme esta vez sentado al lado de la ventanilla. Tengo un hambre insoportable. Espero que hayan cocinado hoy esos fideos con crema y un buen trozo de carne asada que tanto me gustan. Ojalá no haya espinacas pues estropearí­an el almuerzo. Llegamos a la parada y descendemos. Esa deliciosa comida está esperándome como a mil quinientos metros. Me urge llegar rápido. Reto a mi amigo a una nueva carrera de bicicletas. El desquite. Ahora se vuelve peligroso pues hay que descender. Tendremos que hacerlo con bastante seguridad, muy prudentemente. Sobre todo cuando pasemos por la zona de los perros bravos. Nos montamos sobre nuestros vehí­culos e iniciamos la competencia. Comenzamos a descender vertiginosamente; a media cuesta aminoramos la velocidad para observar si hay perro a la vista. Afortunadamente no. Apretamos el paso y terminamos el descenso a toda velocidad; ya en el plan nos cuesta más pues tenemos el aire en contra. Pierdo esta vez por media bicicleta en el sprint final. Tal vez el hambre me afectó un poco. Nos despedimos y sigo ya tranquilo, siempre subido en mi vehí­culo, rumbo a mi casa. Me voy en un hoyo; no lo vi, tal vez por este mosco que se me metió en el ojo. Tengo suerte a medias; hay carne asada pero con arroz. Los fideos quedan para otra oportunidad. Lástima, son muy ricos.

Hoy en la tarde, como hay feriado en el colegio, salgo a caminar un poco disfrutando del silencio del campo, del silbido que producen los pinos cuando los empuja el viento y de ese ambiente de paz y tranquilidad que suele acompañar todos los dí­as a esta gente de campo, dedicada de lleno a sus animales, a sus milpas, a su hacienda. Me tiendo boca arriba en el llano y observo esa belleza impresionante de un atardecer lleno de colorido y de esa música que produce el trinar de las aves y el murmullo de los animales del campo. ¡Ah! ¡Qué felicidad! Al levantarme para ir a cenar, subo a mi bicicleta; a ver si no arruino los aros con tanta piedra y tantos hoyos ahora que casi no miro. Tengo que esforzar la vista; sin embargo, en dos o tres oportunidades me subo a piedras grandes y brinco en hoyos que me hacen sufrir por mis aros y mis tubulares. Afortunadamente no pincho. Ya en casa, tendido en mi blanda cama, pienso en todo lo lindo de este mundo; en lo bello de la vida, en los pájaros que pueden remontarse hasta las nubes, en los animales salvajes que se mueven a entera libertad, en la inmensidad de los mares, en el colorido tan hermoso de bosques y selvas, en lo grande que es el universo, en la vida misma. Tanta belleza y tanta felicidad por permitirme participar de ella, sólo tiene un pero que quizá alguna vea pueda resolver; algún dí­a, cuando sea más grande y pueda tener dinero mí­o, tendré una bicicleta azul, una bicicleta verdadera que me permita recorrer todos esos parajes maravillosos de mi patria y del mundo, pues hasta ahora sólo puedo hacerlo en mi mente; en esa bicicleta imaginaria con la que me desplazo todos los dí­as hacia la parada del autobús, esquivando piedrecitas y hoyos, y siguiendo todos los caminitos que se forman con las zanjas, el polvo y las piedras; sin embargo, con esta bicicleta tengo una gran ventaja: ¡jamás me caeré de ella!