Todos los años se produce el mismo enfrentamiento en la Comisión Nacional del Salario que tiene la obligación legal de discutir los términos para la fijación del salario mínimo, puesto que nunca hay acuerdo entre lo que empleadores ofrecen y trabajadores reclaman, lo que deja en manos del Ejecutivo la fijación del monto mensual que, por lo menos, se tiene que pagar a quienes tienen relación de dependencia con un patrono.
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Cuando uno conversa con empresarios, casi todos sostienen que en sus empresas ya no se paga el salario mínimo o que, si mucho, son unos cuantos los que lo devengan porque la inmensa mayoría reciben emolumentos muy superiores al mínimo fijado por la ley. Cuando uno habla con los trabajadores organizados, se quejan de que todavía hay muchas empresas que no pagan ni siquiera el mínimo a sus trabajadores. Lo cierto del caso es que la fijación de ese salario mínimo es una especie de parto doloroso que al final de cuentas no deja satisfecho a ningún sector.
Los trabajadores siempre sentirán que es muy poco lo que se autoriza de incremento en comparación con lo que aumenta el costo de vida mientras que el empresario se quejará de que tendrá que hacer recortes, que el aumento ahuyenta la inversión y nos hace “menos competitivos”, además de las voces que insisten que los salarios tienen que ajustarse por productividad y no por un decreto oficial.
La historia de la humanidad está marcada por esa eterna disputa que hay en la relación económica porque nunca el empleado que devenga un salario mínimo estará satisfecho y tampoco el empleador aceptará de buen grado que se le “imponga” la obligación de dar aumentos, aunque los mismos apenas sean para cubrir el incremento en el costo de la vida.
Pero hay algunos puntos que vale la pena destacar en ese añejo debate, puesto que es prácticamente imposible confiar en las leyes de oferta y demanda para establecer un salario justo que no sólo compense el esfuerzo del trabajador, sino que además le permita una vida lo más digna que se pueda. Y también hay que decir que es una lástima que un país tenga que basar su competitividad para atraer inversión extranjera o para promover cualquier tipo de inversiones, en la oferta de una mano de obra barata que no cobra ni siquiera lo suficiente para cubrir las necesidades vitales. Nos debería de dar vergüenza insistir en que perdemos fuerza competitiva cuando se aumenta el salario mínimo en una cantidad que apenas si cubre el monto de la inflación interanual, así como nos debería de dar vergüenza que sigamos siendo un país que exporta su mejor recurso, el recurso humano, porque les niega a sus habitantes la oportunidad de alcanzar una vida digna con salarios decentes obtenidos gracias a su trabajo y sacrificio.
Algo indica que, en el mejor de los casos, muchas empresas consideran que el salario mínimo es también el salario máximo y por ello hay tanto malestar y rechazo a los acuerdos que permiten fijar su monto. Si fuera cierto lo que tanto se dice, en el sentido de que aquí ya casi nadie gana el salario mínimo porque el mercado de trabajo obliga a que se paguen salario mayores, no habría razón para tanto desasosiego que se nota en estos días en los voceros del empresariado que sienten como una especie de maldición el que se establezca, por la vía de un decreto, el aumento al salario mínimo por un monto que apenas si iguala el de la inflación.