El camino hacia la perfección de la democracia es siempre tortuoso. Las dificultades se presentan en cada paso que se avanza y los riesgos o peligros de anclarse o retroceder son siempre los mayores. En ese avance hacia su perfección, por cierto nunca acabada, los instrumentos o herramientas fundamentales son la intuición y la razón que, a través de la argumentación, pueden ser capaces de persuadir y, por ende, de guiar a los conglomerados humanos hacia la asimilación de posturas estratégicas y hacia la ejecución de prácticas políticas responsables y significativas en ese camino de perfectibilidad que nos exige la vida democrática.
La práctica de la argumentación como eje principal del debate político es responsabilidad directa de los partidos. Son ellos y no como se ha creído, los medios de comunicación, quienes deben convocar, ejecutar y promover su práctica. En segundo lugar, en cuanto a responsabilidad, están las instituciones que se encargan directamente del análisis de nuestra realidad: universidades, academias, colegios, asociaciones, institutos, etc. Los medios de comunicación deben abrirse hacia las instancias que promueven el debate y mantenerse, a toda costa o, al menos en la medida de lo posible, imparciales. Cosa dificilísima en nuestro medio, aunque no imposible. Los medios de comunicación le prestarían un invaluable servicio a la patria si pudieran donar parte de su valioso tiempo a la difusión de los debates políticos. Pero creo que ese nivel de conciencia y responsabilidad aún no llega a los dueños de buena parte de esos medios, quienes históricamente sólo se han manifestado interesados en el lucro y en el beneficio que las ganancias de la propaganda puedan dejarles, especialmente en época electoral.
A través del debate podemos percibir cómo y qué piensan los dirigentes políticos. Si su argumentación es sólida y si se ampara en premisas válidas o si sus conclusiones son o no atingentes. Pero claro, en la situación actual de analfabetismo, de escasa cultura y de una educación deficiente en todos los niveles, los politiqueros sólo recurren a la persuasión a través del eslogan, de la vociferación, de la demagogia y de la desacreditación del contrincante y del partido de turno en el poder. Hace falta mucho camino por recorrer a nuestra democracia para exigir a los candidatos a puestos públicos, claridad de ideas, de conceptos, de categorías y de argumentos o razonamientos. Nuestros candidatos son tan analfabetos como la población a la que desean dirigir, o tan cínicos que se aprovechan de la condición cándida e ingenua de la mayoría de votantes para tomarlos como medio y no como fin de sus luchas políticas.
Lo menos que se promueve al interior de los partidos políticos es el debate de ideas. El ejercicio de la argumentación es nulo, porque los partidos son, hacia sí mismos, autoritarios, basados en figuras y caudillos. Lo que dice el caudillo es la suma verdad. El caudillo es el argumento mismo del partido, su único y más vivo argumento. Los partidos son tales sólo legalmente, porque formal y moralmente no lo son. La democracia se nutre y se fortalece de las contradicciones que se superan a través de la argumentación y del debate, nunca del autoritarismo individual o de grupo. La democracia es capacidad de diálogo, fuerte si se quiere, pero responsable y de cara al pueblo que, en última instancia, siempre es quien recibe directamente las consecuencias de la práctica política cuyo antecedente siempre es la idea, la razón, la argumentación y el debate político.
Donde no ha habido voz en forma de diálogo, sólo monólogo en forma autoritaria, la historia lo revela, la democracia se estanca y, a poco, también retrocede.