Este año no será fácil de olvidar. Al menos yo no lo haré. Una de las cosas más trascendentes de mi vida ha sido seguir de cerca el juicio por genocidio contra José Efraín Ríos Montt y José Mauricio Rodríguez Sánchez; comprobar que los libros y los documentales se quedan cortos ante la realidad contada por una memoria llena de dolor, por una voz que estuvo en silencio por más de treinta años, alojando la historia de una guerra que no viví pero que no me deja de impactar.
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Es seguro que este año muchos jóvenes dejaron la indiferencia de lado, al ver durante casi tres meses consecutivos páginas enteras en la prensa escrita, audios, imágenes de lo que vivió Guatemala durante el conflicto armado interno. ¿Cómo no cambiar ante eso?
Lo que también es probable, es que mientras eso sucedía, una parte de esa gente joven se encontraba sumergida en las redes sociales, más preocupada por tener seguidores que por conocer de la historia de su país. O como ocurre con buena parte de la población guatemalteca, inevitablemente más preocupada por llegar viva al siguiente día y con algo con que llenar sus estómagos.
La juventud somos muchos. Según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el 70 por ciento de la población guatemalteca es menor de 30 años, es decir, estamos rodeados de gente joven que no vivimos la represión política, las desapariciones, los asesinatos, la incertidumbre, el miedo, la tristeza, las despedidas nunca dadas, la guerra.
Supuestamente, además de las heridas, heredamos –y eso debería ser un aliciente– un mejor sistema democrático, que tiene las herramientas para funcionar como debe ser: con independencia de poderes, instituciones organizadas, respeto a los derechos fundamentales; un lugar donde las necesidades básicas son satisfechas, los pueblos indígenas escuchados, seguridad, justicia, paz…
Pero nada de eso es así. No hace falta ver muy lejos para comprobar la falta de certeza y confianza en el sistema; no hace falta profundizar para evidenciar que la corrupción como pulpo mantiene sus tentáculos en las instituciones; pero la particularidad es que no pasa nada, las cosas siguen igual desde hace mucho tiempo.
Pero llegará el día en que esta gran generación de gente joven ocupará puestos claves en el Gobierno, ese lugar donde se necesitan personas luchadoras y valientes, con perspectivas y una visión distinta de la Guatemala que describen actualmente los medios de comunicación.
Entonces, la guerra que a nosotros nos toca vivir es primero contra la indiferencia, luego contra la impunidad, la inseguridad, la injusticia y la violencia; las herramientas e insumos para construir en nosotros un armazón de conocimiento para pelear contra los grandes males de este país los tenemos al alcance. Pero para eso además de pasión se necesita creatividad para replantear los problemas y la gama de posibles soluciones.
Es que ya no se combate con armas de fuego sino con educación, con estrategias de vida, con unidad, con solidaridad, arte, trasparencia, inteligencia.
Guatemala, como parte del Triángulo Norte de Centroamérica, tiene muchas similitudes con El Salvador y Honduras en aspectos económicos y sociales. Sin embargo, aunque nuestro país ciertamente ha tenido avances en materia política comparado con los años ochenta, ahora es Honduras la que está retrocediendo.
Un amigo de ese país me ha comentado sobre el peligro de vivir en Honduras, y no precisamente por los niveles de violencia que la caracterizan como el país más violento del mundo, sino porque la violencia política hace mella. En Guatemala ahora podemos expresarnos sin el temor de que seamos agredidos por lo que pensamos. El juicio por genocidio lo demuestra, porque aunque haya apasionados debates sobre su existencia o no, en Honduras expresarse sobre la situación política actual parece disponerse al suicidio.
La construcción de la democracia representativa parece hacer canje con la violencia, con la muerte, con los señalamientos de fraude, con la falta de certidumbre, la ausencia de estabilidad, paz y desarrollo.
Cuando hablo con mi compañero F. me sorprende tanto darme cuenta que algunos capítulos, como las desapariciones y los asesinatos en Honduras me recuerdan a lo que vivió Guatemala hace más de treinta años, y no puedo imaginar una vida así, no puedo imaginar llamar a uno de mis familiares o amigos y enterarme que lleva días sin aparecer.
La historia de la humanidad se escribe con sangre, pero espero que en Guatemala no haga falta más tinta para que las cosas cambien. Me solidarizo con los jóvenes de Honduras y Centroamérica, y llamo a los de Guatemala a acabar con tanta indiferencia.