«Justicia» de invasores


La reciente ejecución de Saddam Hussein, la justificaron como un castigo a un dictador que violó los derechos humanos de pueblos y minorí­as. Este planteamiento es inobjetable, pero, la aplicación de justicia requiere el pleno respeto de leyes nacionales e internacionales. Se negó el acceso a las pruebas a los abogados defensores, estos vivieron bajo amenaza y uno de ellos fue asesinado. El primer presidente de la Corte renunció por no poder disimular la dependencia de su «tribunal canguro» (los que saltan por encima del debido proceso). Una audiencia de apenas 15 minutos le demandó a un tribunal de alzada para rechazar recursos de amparo contra la primera instancia, en la que la defensa no logró siquiera que los jueces leyeran los documentos presentados.

Marco Vinicio Mejí­a

Jueces iraquí­es condujeron la teatralización y dictaron sentencia, pero, el autócrata fue prisionero de una base militar de las fuerzas estadounidenses de ocupación. A Saddam le quitaron el último aliento por un delito «menor»: las condenas similares que éste impuso a 148 chií­tas en 1982. Sus crí­menes mayores, la eliminación masiva de kurdos, las torturas y otros, jamás serán ventilados. Si Hussein hubiera gozado de garantí­as mí­nimas, su culpabilidad habrí­a sido más evidente.

Desde la perspectiva del Derecho Penal Internacional, el derrocamiento y posterior captura de Saddam se lograron con una guerra de agresión, el mayor de los crí­menes contra la paz y la seguridad de la humanidad. Se violó uno de los principios del Tribunal Penal Internacional (TPI), cuyo Estatuto contempla la obligación de los Estados de abstenerse de amenazar o emplear la fuerza contra la integridad territorial o la independencia polí­tica de cualquier otro. El Artí­culo 5 del Estatuto también incluye el crimen de agresión dentro de la competencia del TPI. No se admite, pues, que la captura de personas acusadas de crí­menes de persecución internacional se haga con la perpetración de crí­menes mayores. Admitir tal posibilidad serí­a aceptar que, para capturar a un criminal, un gobierno pueda masacrar a pueblos enteros. Tal aberración justificarí­a la comisión de crí­menes todaví­a más horrendos, que es lo que ocurre en Irak desde el inicio de la agresión y la ocupación.

La idea de la jurisdicción universal contra crí­menes de lesa humanidad tiene su origen en el Tribunal Militar Internacional de Ní¼remberg (1945/46) que juzgó a los jerarcas nazis. El proceso contra Hussein fue el primero desde Ní¼remberg, en el que los integrantes de un régimen enfrentaron juicio por crí­menes de poder estatal y, como ocurrió con los alemanes, a los iraquí­es los sentaron en el banquillo de los acusados cuando muy pocos dudaban de su participación en crí­menes de lesa humanidad.

En ambos casos, una victoria militar impuso la «justicia» de los vencedores. El Tratado de Londres que suscribieron estadounidenses, rusos, ingleses y franceses puso en marcha la maquinaria judicial. La Entente Infernal entre Estados Unidos y el Reino Unido le dio un respaldo neocolonial al nuevo gobierno iraquí­.

Sin embargo, hay una diferencia fundamental. Mientras durante la Segunda Guerra Mundial las potencias victoriosas lograron la liberación de Europa del yugo nazi, la invasión de Irak en 2003 fue el preámbulo de la destrucción sistemática del paí­s y que éste fuera reducido a una condición de servidumbre por quienes pretendieron presentarse como sus «libertadores».