Antes de iniciarme en el periodismo, no como entretención o para pasar el tiempo, sino para dedicar mi vida a este oficio o profesión, desde mi adolescencia buscaba con afán el diario La Hora y me asombraba la profusa capacidad de don Clemente Marroquín Rojas –antes periodista que abogado u honesto funcionario público temporal– por su integridad, talento y conocimientos para abordar en una sola edición dos o tres artículos que firmaba con su nombre o un pseudónimo.
Ahora me llama la atención el potencial de un jurista de renombre, miembro de una familia criolla de añejos ancestros, heredero legítimo de apreciable fortuna y de riquezas bien habidas en el ejercicio de su noble función de abogado y notario, sin ningún señalamiento de haberse apropiado de algún bien ajeno, dispuesto a poner al servicio de personas en búsqueda del poder político, toda la enjundia de su genio jurídico, sin esperar nada a cambio, ni siquiera conservar el cargo que ostenta en el servicio diplomático.
Me refiero al excelentísimo embajador del Gobierno de Guatemala en el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, el jurisconsulto don Acisclo Valladares Molina, quien posee una destreza mental que pocos mortales –al menos contemporáneos– son capaces de contar con ella.
Como jamás he estado en el edificio diplomático de Guatemala en El Vaticano, donde anteriormente ejerció las mismas funciones que ahora cumple en Londres, sede que tampoco mis aldeanos pies han pisado en alguna oportunidad, aunque han rondado alrededor de ambas representaciones, pero en calidad de estudiante, periodista o trotamundos, ignoro el agobiante trabajo que ha de realizar el Embajador (así, con mayúsculas porque el cargo lo exige), y aun después de sus extenuantes tareas, al margen de los compromisos sociales, oficiales y de otra noble índole que ha de cumplir, todavía le roba tiempo al sueño y al plácido descanso, para escribir iluminadas y aleccionadoras opiniones devenidas en rutilantes artículos de prensa, que sólo los envidiosos, ignaros e ineptos no se deleitan ni comprenden, y que envía cibernéticamente a elPeriódico, que tiene el privilegio de contar con ese excelso colaborador.
Hasta antes de que la pudorosa Corte de Constitucionalidad, presidida por otro prohombre que ha tomado muy en serio un vulgar adagio mexicano respecto a que el peor error de un político que se respete como tal, es vivir al margen del presupuesto nacional, denegara la inscripción de la usurpadora doña Sandra Torres, el abogado erudito e ilustre en materia constitucional derramó parte de su cultivada sapiencia en defensa de las aspiraciones de la ex Primera Dama; pero no con el deseo de que su eventual triunfo lo hiciera escalar las gradas que conducen a la Cancillería guatemalteca, sino por amor a la ciencia del Derecho.
Una vez que la señora Torres quedó eliminada (dura lex, sed lex), su excelencia Valladares Molina creyó oportuno que su autoridad jurisprudencial no la debería desperdiciar, y de ahí que tomó la espontánea y gratuita decisión y sin perversas intenciones a posteriori, de respaldar con su maestría al sonriente Alejandro Sinibaldi, candidato a la alcaldía capitalina, postulado por el Partido Patriota, adversario furibundo, coincidentemente, de la coalición UNE-Gana, liderado por la señora Torres. ¡Oh patriota y patriotista insigne!
Con ese desinterés propio de las almas predestinadas al Olimpo de Sincretismo Político, el competente diplomático subtitula uno de sus más recientes artículos con estas agoreras palabras “Otto Pérez, el presidente†¡Qué sinceridad, qué generosidad, qué intuición!
(Romualdo Tishudo sentencia: –¡Oh, camaleones infaustos mal pensados, que el averno os devore!)