La elección de nuestros gobernantes sigue siendo una especie de lotería, puesto que como los electores damos un cheque en blanco a los políticos, a partir de que son declarados electos empieza el juego y todos confiando en que ahora sí tienen el cartón ganador, a pesar de la experiencia y la misma ley de las probabilidades.
En el período actual de transición hemos visto que el general Otto Pérez Molina ha dado pasos más certeros que todos los que le antecedieron desde 1985 a nuestros días, puesto que completó su gabinete con tiempo y ha demandado la información precisa que hace falta tener para empezar el gobierno sin dilaciones y pasar medio perdido los primeros meses. Y es que Pérez Molina, a diferencia de los anteriores, tiene lo que se conoce como costumbre del poder, puesto que no es un advenedizo que llega a la Presidencia deslumbrado e ignorante, sin saber siquiera cuál gaveta abrir o qué timbre tocar para lograr resultados.
Pérez Molina fue una especie de alter ego de Ramiro de León Carpio en la Presidencia y es el primer Jefe de Estado Mayor Presidencial que llega a la Presidencia de la República, es decir, es alguien que conoce todos los entretelones del poder, con sus fortalezas y debilidades, así como las amenazas que generalmente se terminan imponiendo y condicionan el comportamiento de los gobernantes.
Pero no deja de ser una lotería lo que él y su equipo se propongan hacer, puesto que fuera del mandato general de mejorar en el tema de seguridad, la ciudadanía no fue para nada exigente ni con él ni con ningún candidato. Una masiva votación en las últimas elecciones no fue producto de propuestas explícitas, concretas y ejecutables que pudieran derivar en un mandato, sino simplemente resultado de una campaña de alto costo a la que contribuyó masivamente el mismo Gobierno condicionando la ayuda social a la participación electoral a favor del candidato que pudiera frenar al mismo Pérez Molina.
Es ahora cuando tenemos que reflexionar y cuando debemos exigir las reformas al sistema político para acabar con esas campañas en las que el poder económico secuestra a la democracia con sus millonarios aportes que comprometen y compran de entrada al Estado. La democracia no puede ser un juego de lotería en el que todos entramos con la ilusión de ganar y al final, cuando se juegan todas las fichas, nos damos cuenta que los cartones ganadores fueron comprados en la campaña por un puñado de inversionistas que ya saben cuáles son los números ganadores.
Como buena lotería, a lo mejor se gana, pero ese “a lo mejor†es demasiado riesgo para un país como el nuestro.
Minutero:
La mafia internacional
se asegura su lugar
porque la mafia local
es la que la deja jugar