El pasado 29 de mayo, España celebró los cincuenta años de la muerte de uno de sus más célebres escritores, de uno de tantos que sufrió el exilio por la Guerra Civil.
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Juan Ramón Jiménez (Huelva, España, 1881 – Puerto Rico, 1958), fue ese poeta español, quien mereciera el Premio Nobel de Literatura en 1956.
Los poemas de Rubén Darío, el miembro más destacado del modernismo en la poesía española, lo conmovieron especialmente en su juventud. También sería importante la lectura de los grandes poetas del simbolismo francés, que acentuaron su inclinación hacia la melancolía. En 1900 publicó sus dos primeros libros de poemas: «Ninfeas y Almas de violeta».
Poco después se instalaría en Madrid, haciendo varios viajes a Francia y luego a Estados Unidos, donde se casó con la que sería su compañera de toda la vida, Zenobia Camprubí, cuya cómoda posición económica le permitió al poeta vivir sin penas y dedicándose exclusivamente a su poesía.
En 1936, al estallar la Guerra Civil española, se vio obligado a abandonar España. Estados Unidos, Cuba y Puerto Rico, fueron sus sucesivos lugares de residencia. Moriría en este último país donde, en 1956, ya muy enfermo, recibió la noticia de la concesión del Premio Nobel. En honor a su cincuentenario, ofrecemos en esta ocasión una selección de su poesía.
La luna me echa en el alma
honda, un agua de deslumbres,
que me deja lo mismo
que un pozo templado y dulce.
Entonces, mi fondo, bueno
para todos, sube, sube
y abre, al nivel del prado
del mundo, su agua de luces.
Agua que une estrella y flor,
que llama a la sed con lumbres
celestes, donde están, náufragos
de amor, los reinos azules.
(«Arias tristes», 1902-1903. En este libro, aún se nota la influencia que ejercían en él Rubén Darío y Gustavo Adolfo Bécquer)
***
LA MUERTE
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié, hablándole, y quise que se levantara…
El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada… No podía… Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico. El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la nuca, y meció sobre el pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo.
-Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó… Que el infeliz se iba… Nada… Que un dolor… Que no sé qué raíz mala… La tierra, entre la hierba…
A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza.
Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres colores. («Platero y yo», 1917. Esta novela ha sido clasificada siempre como literatura infantil debido a la temática que aborda; sin embargo, el contenido y la temática no es importante, sino, más bien, su sonoridad. Esta novela, de acuerdo con el autor, hay que leerla en voz alta para saborearla.)
***
CIELO
Te tenía olvidado,
cielo, y no era
más que un vago existir de luz,
visto ?sin nombre?
por mis cansados ojos indolentes.
Y aparecías, entre las palabras
perezosas y desesperanzadas del viajero,
como en breves lagunas repetidas
de un paisaje de agua visto en sueños…
Hoy te he mirado lentamente
y te has ido elevando hasta tu nombre.
(«Diario de un poeta recién casado», de 1916. Pese al nombre, el poemario no contiene poesía amorosa.)
***
¡Intelijencia*, dame
el nombre exacto de las cosas!
…Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Intelijencia*, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!
(«Eternidades» de 1916-1917. *Pese a la evidente falta de ortografía, Jiménez sustituía la «g» por la «j» cuando el sonido era fricativo. í‰l argumentaba que debía escribirse como se hablaba, para simplificar las reglas ortográficas, en una propuesta que aún tiene eco, incluso por parte de grandes escritores como Gabriel García Márquez. Sin embargo, la propuesta de Jiménez se redujo a este cambio de la g a la j, probablemente por la relevancia de esta última letra en su nombre.)
***
Yo no seré yo, muerte,
hasta que tú te unas con mi vida
y me completes así todo;
hasta que mi mitad de luz se cierre
con mi mitad de sombra
?y sea yo equilibrio eterno
en la mente del mundo:
unas veces, mi medio yo, radiante;
otras, mi otro medio yo, en olvido?.
Yo no seré yo, muerte,
hasta que tú en tu turno, vistas
de huesos pálidos en mi alma.
(«Belleza», 1917-1923. En cierta etapa de su vida, la poesía de Jiménez rozó la mística y la metafísica)