Juan Carlos Folgar, en el umbral del arte


Juan B. Juárez

Cuando un joven hábil y talentoso muestra interés por la carrera artí­stica suelo plantearle algo que la primera vez suena como un enigma pero que desarrollado con rigor y en profundidad toca la raí­z de toda auténtica vocación. Tal enigma se deja formular de la siguiente manera: ¿Es el artista el que hace la obra o es acaso al revés y es la obra la que hace al artista?


Esta enigmática pregunta se la hace Heidegger cuando trata de determinar fenomenológicamente la esencia del arte y más concretamente la naturaleza de la obra, pero planteada a un artista en ciernes trata de poner en perspectiva el talento y las habilidades, precisamente en dirección a la obra. El asunto es que sin la perspectiva de la obra e incluso de la gran obra por realizar, las habilidades se quedan a lo sumo como un saber hacer del cual se puede hacer ostentación pero que, aisladas de todo objetivo expresivo, carecen de significación artí­stica, a tal como se observa en algunos artesanos del arte que incluso han alcanzado la excelencia técnica, pero que cuya obra no va más allá de la ostentación un poco narcisista del oficio.

Como se ve, no es una pregunta retórica para deslumbrar y acaso confundir a un joven que parece prometedor pero que todaví­a no está comprometido con el trabajo artí­stico propiamente dicho. Por otro lado, la perspectiva de la obra no se limita a poner en proyecto las habilidades actuales, de darle objetivo, un telos. Al contrario, se trata de sentir o no, desde ya, la necesidad de hacer algo significativo con las habilidades y el talento. Se comprende entonces que la obra, entendida en el momento de aceptar los compromisos de una auténtica vocación artí­stica como necesidad de hacer algo significativo con el talento y las habilidades, es la que hace el artista. La necesidad de hacer obra está, finalmente, dada por una especie de sensibilidad por el aspecto estético (que incluye lo ético, lo fí­sico y lo técnico) de la marcha mundo más que por las habilidades manuales innatas o aprendidas.

Vienen al caso estas reflexiones porque Juan Carlos Folgar (Champerico, Retalhuleu, 1983) está presentando por estos dí­as su primera exposición individual de pinturas en un centro cultural de la zona 1, de manera que la pregunta va en esta ocasión para él. Las respuestas de los artistas son sus obras. Es más, la obra de un artista siempre es una respuesta a las exigencias del mundo. En el caso de Folgar, es evidente que resolvió la pregunta del lado de la obra y de esa cuenta está en trance de superar los peligros de la simple ostentación técnica para entregarse a las exigencias de los temas que su sensibilidad le abre.

Todaví­a un poco de la mano de su maestro Alejandro Urrutia (a quien, por cierto, le dedica la exposición), Folgar se siente atraí­do por los temas de las tareas campesinas relacionadas con el corte de caña, a los que les saca -o le sacan- el mejor partido expresivo, con mejor fortuna que los retratos psicológicos de celebridades o los estudios de anatomí­a de caballos desbocados. Con hábiles e intensas pinceladas impresionistas, cargadas de color casi crudo, recrea el agitado movimiento de los agobiados jornaleros en el abrumador escenario de las haciendas azucareras de la costa sur, donde se confunden las transpiraciones humanas con el sopor tórrido del mar verde que espejea en los machetes y en las filosas hojas de los cañaverales.

En esta temática social y su manera de desarrollarla, predomina la intuición certera de lo estético que, al mismo tiempo que lo libra de lo anecdótico y de la denuncia, le da a su obra cierto carácter dramático, en la que el ser humano protagoniza y soporta la dura y anónima tarea de la explotación exhaustiva.