José Ortega y Gasset: El tema de nuestro tiempo


Eduardo Blandón

Si hay una obra importante de Ortega y Gasset es este libro que ahora presento. En él se condensa buena parte de las grandes ideas que el filósofo español sostuvo y puso en consideración para la reflexión de sus lectores a lo largo de toda su vida. El mismo José Ferrater Mora, un filósofo que no necesita carta de presentación, en el ensayo que dedica al filósofo asegura que la obra es capital para entender conceptos claves del pensamiento orteguiano.


En este libro Ortega medita sobre los siguientes temas: 1. La idea de las generaciones; 2. La previsión del futuro; 3. El relativismo y el racionalismo; 4. Cultura y vida; 5. El doble imperativo; 6. Las dos ironí­as, o Sócrates y Don Juan; 7. Las valoraciones de la vida; 8. Valores vitales; 9. Nuevos sí­ntomas; y, 10. La doctrina del punto de vista. Evidentemente no es un libro en donde se encontrará la antropologí­a orteguiana ni su visión sobre la sociedad o la estética, pero ayuda a aproximarse al tema del conocimiento (el gnoseológico, según dicen los filósofos).

Examinemos lo que dice Ortega en ese capí­tulo titulado «las dos ironí­as, o Sócrates y Don Juan». La idea central del filósofo consiste en señalar que si hay un í­cono a seguir o un modelo a imitar en la filosofí­a es la de Don Juan. Sócrates le parece a Ortega demasiado «racionalista», poco entregado a la «filosofí­a vital», un sujeto que inició el desví­o del pensamiento en la historia del saber occidental. Sócrates no es el modelo a seguir en virtud del intelectualismo por él inaugurado.

En cambio Don Juan le aparece al pensador español como vital, celebrativo y festivo. La filosofí­a debe partir de la vida. La inteligencia es vital porque lo primero que aparece es la vida. Digamos que la razón es un instrumento nimio que pende de un hilo por algo más grande que es la vida. Esta facultad es un instrumento que debe estar al servicio de la vida y no al revés. Por eso le parece monstruosa a Ortega toda filosofí­a que tenga propósitos ajenos a la vida.

«El tema del tiempo de Sócrates consistí­a, pues, en el intento de desalojar la vida espontánea para suplantarla con la pura razón. Ahora bien, esta empresa trae consigo una dualidad en nuestra existencia, porque la espontaneidad no puede ser anulada: sólo cabe detenerla conforme va produciéndose, frenarla y cubrirla con esa vida segunda, de mecanismo reflexivo, que es la racionalidad. (…) El socratismo o racionalismo engendra, por lo tanto, una vida doble, en la cual lo que no somos espontáneamente -la razón pura- viene a sustituir a lo que verdaderamente somos -la espontaneidad-. Tal es el sentido de la ironí­a socrática. Porque irónico es todo acto en que suplantamos un movimiento primario con otro secundario, y, en lugar de decir lo que pensamos, fingimos pensar lo que decimos».

Ortega piensa que el tema de nuestro tiempo consiste precisamente en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico y supeditarla a lo espontáneo. Y para darle fuerza a sus ideas cita a Nietzsche cuando en «El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo» afirma que «todo lo que hoy llamamos cultura, educación, civilización, tendrá que comparecer un dí­a ante el juez infalible Dionysos».

En el capí­tulo dedicado a «Las valoraciones de la vida», Ortega continúa con la crí­tica de aquellas formas de pensamiento o sistemas que se han olvidado de la vida. En este sentido, acusa tanto al budismo por tener una filosofí­a contraria a los valores de la vida como al cristianismo por su ceguera también en esta perspectiva.

Según Ortega, Gautama define la esencia del proceso vital como sed -trsna-. La vida es sed, ansia, afán y deseo. La vida aparece como puro mal y tiene sólo un valor absolutamente negativo. Pero la muerte no anula la vida: el sujeto personal transmigra a existencias sucesivas, prisionero de la rueda eterna que gira loca impulsada por la sed cósmica. ¿Cómo salvarse? A través de la huí­da, la fuga de la existencia, la aniquilación. «El sumo bien, el valor supremo que Oriente opone al sumo mal del vivir es precisamente el no vivir, el puro no ser del sujeto».

El cristianismo no anda mejor que el budismo. El cristiano no considera esta vida valiosa, sino la otra, la del cielo. No es ni siquiera ciudadano de esta tierra, tiene sus tesoros en el cielo. Es un peregrino que tiene como imperativo la «fuga mundi», escapar de la concupiscencia y el pecado que está encarnada en las estructuras de este mundo. Vive quizá con los pies en el suelo, pero eso sí­, con los ojos bien puestos en el cielo.

«El valor de la existencia es, pues, para el cristiano extrí­nseco a ella. No en sí­ misma, sino en su más allá; no en sus calidades inmanentes, sino en el valor trascendente y ultravital anejo a la beatitud, encuentra la vida su posible dignificación. (?) Lo temporal es una fluencia de miserias que se ennoblece al desembocar en lo eterno. Esta vida es buena sólo como tránsido y adaptación a la otra. En lugar de vivirla por ella misma, debe el hombre convertirla en un ejercicio y entrenamiento constante para la muerte, hora en que comienza la vida verdadera».

Cualquiera dirí­a, continúa Ortega, que la superación del cristianismo por la ilustración iba a ser más vital. Sin embargo, no fue así­. El español dice que la idea de Dios sólo fue sustituida por las aspiraciones de progreso, por la conciencia ilimitada en la razón y por el cientificismo posterior. En consecuencia, tampoco se puso a la vida en el lugar que le correspondí­a y eso trajo consecuencias graves para la modernidad, con las consecuencias que todos conocemos.

Dicho esto, Ortega aboga por una filosofí­a que bautiza como «racio-vitalista». Una manera de situar la razón en su lugar, al servicio de la vida. E insiste que no se trata ni de un vulgar «racionalismo» que ponga a la razón como un poderoso instrumento capaz de penetrar hasta el tuétano de la realidad, ni un «vitalismo bergsoniano» que elimina la razón como una facultad importante para develar los misterios de la vida.

«Hasta ahora, la filosofí­a ha sido siempre utópica. Por eso pretendí­a cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hací­a una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así­ su articulación con otros sistemas futuros o exóticos. La razón pura tiene que ser sustituida por una razón vital, donde aquélla se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación».

El libro, como ha visto, tiene su encanto. Lo puede adquirir en Librerí­a Loyola.