Todos habremos visto más de alguna vez una reproducción del acta de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América suscrita el 4 de julio de 1776 (se puede ver fácil en internet). Ese documento es uno de los tesoros nacionales más preciados de los estadounidenses. Constituye un ícono que no se limita a ese país sino que cobra dimensiones universales como una proclama a la libertad y a los principios de un buen gobierno.
Quienes la firmaron sabían que ese acto constituía una abierta rebeldía, un desafío directo al rey y los colocaba como sediciosos, por ende como delincuentes y su delito era castigado ni más ni menos que la horca y, además, la confiscación de sus bienes. Presagiaban pues una severa reacción del gobierno británico en contra de sus vidas, propiedades y honra. Anticipaban también que la independencia provocaría una guerra en la que tenían marcada desventaja. Y así fue. Pero con todo no les importó. Conocían a fondo las implicaciones de su acto y con la frente en alto tomaron la pluma, la tajaron para sacarle punta, la sumergieron en el tintero y estamparon su rúbrica. No con firmas ilegibles ni garabatos; trataron de que su escritura fuera lo más legible posible (solo una de las casi 60 firmas es confusa). Habían acordado que todos iban a firmar. Eran hombres valientes, decididos, de palabra. En la parte final del texto hicieron constar que: “Y para sostener esta declaración, con una firme confianza en la protección divina, nosotros empeñamos mutuamente nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor.” ¡El honor, claro, eran hombres de honor!
En el contenido aparece textualmente que: “Tal ha sido el paciente sufrimiento de estas colonias; y tal es ahora la necesidad que las compele a alterar su antiguo sistema. La historia del presente rey de la Gran Bretaña es una historia de repetidas injurias y usurpaciones, cuyo objeto principal es y ha sido el establecimiento de una absoluta tiranía sobre estos estados. Para probar esto, sometemos los hechos al juicio de un mundo imparcial.” (Los subrayados son adicionados). Más adelante indican que: “Ha rehusado [el rey] asentir a las leyes más convenientes y necesarias al bien público de estas colonias, prohibiendo a sus gobernadores sancionar aun aquellas que eran de inmediata y urgente necesidad a menos que se suspendiese su ejecución hasta obtener su consentimiento, y estando así suspensas las ha desatendido enteramente.” Hacen mención también de la aplicación de la ley: “En el orden judicial, ha obstruido [el rey] la administración de justicia, oponiéndose a las leyes necesarias para consolidar la autoridad de los tribunales, creando jueces que dependen solamente de su voluntad, por recibir de él el nombramiento de sus empleos y pagamento de sus sueldos, y mandando un enjambre de oficiales para oprimir a nuestro pueblo y empobrecerlo con sus estafas y rapiñas.(…) A cada grado de estas opresiones hemos suplicado por la reforma en los términos más humildes; nuestras súplicas han sido contestadas con repetidas injurias. Un príncipe cuyo carácter está marcado por todos los actos que definen a un tirano, no es apto para ser el gobernador de un pueblo libre.”
Quien presidió esta osada y temeraria Asamblea fue John Hancock, representante de la Colonia de Massachusetts y fue asimismo quien primero firmó la trascendental declaración. Estampó su firma en medio del documento. Pero más que por ello, destaca porque hizo su firma bien clara y marcadamente grande “para que el rey la pudiera leer sin necesidad de gafas”. Quería que su majestad, y sus funcionarios, supieran que él había suscrito el documento. Que no quedara duda alguna que era él quien firmaba en primer lugar.
Lo demás es historia y cualquier parecido con la realidad de nuestra Guatemala es pura casualidad.