Johannes Brahms: de su vida y su música III


Celso A. Lara Figueroa
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela

El acontecimiento que impresionó profundamente la vida de Brahms fue el encuentro con Schumann y su esposa en 1835, ocasión en que tocó ante Schumann sus sonatas para piano y algunas canciones. El maestro, ya misántropo y melancólico en aquella época, sintió tal entusiasmo que rompió el silencio guardado durante tanto tiempo, escribiendo por última vez y con un sugestivo lirismo una crí­tica musical en que proclamaba el talento de un joven que acababa de revelarse y que glosamos en el artí­culo anterior en estas páginas de La Hora. Schumann comienza su célebre artí­culo como ya apuntamos, declarando que durante muchos años esperaba la llegada del compositor «destinado a encontrar la fórmula ideal que expresa las supremas aspiraciones de la época». Prosiguiendo: «y al fin, ha llegado un joven cuya cuna ha sido guardada por las Gracias y los Héroes». Incluso su apariencia está marcada igualmente con todas las caracterí­sticas que nos hacen exclamar: «He aquí­ al Elegido. Las regiones más sublimes nos fueron reveladas en cuanto se sentó al piano, arrastrándonos dentro de su cí­rculo mágico. A esto hay que añadir su genial manera de interpretar: animaba el piano y lo transformaba en una orquesta de voces quejumbrosas y alegres. Sucedí­anse las sonatas; dirí­ase más bien, veladas sinfoní­as; las canciones, cuya poesí­a podí­a ser comprendida sin necesidad de entender las palabras, a pesar de que a lo largo de su ejecución no se perdí­a un instante el hilo suavemente cantante de la melodí­a; algunas piezas para piano, entre las cuales habí­a algunas que parecí­an animadas por un indefinible espí­ritu demoní­aco, pero siempre de forma sencilla; a continuación, sonatas para piano y violí­n; cuartetos para cuerda; cada pieza diferente de la anterior, hasta tal punto que parecí­an proceder de fuentes distintas. El dí­a en que extienda su varita mágica a un coro o a una orquesta para conjurar las fuerzas ocultas, éstas se rendirán a sus prodigiosos encantamientos; entonces, desfilarán las más admirables visiones ante nuestros ojos maravillados y contemplaremos los secretos del mundo del espí­ritu. Ojalá que el Genio supremo le asista en esta tarea, lo cual me parece tanto más probable cuanto que en él hay otro Genio todaví­a: el de la modestia».

Esta misma modestia se desprende de la carta de agradecimiento que Brahms dirigió a Schumann después de este artí­culo: «Mi venerado maestro: me ha hecho usted infinitamente feliz, hasta tal punto que no he podido encontrar los términos convenientes para darle las gracias. Quiera el cielo que mi trabajo le demuestre pronto cuánto su simpatí­a y su bondad me han fortalecido y animado. El elogio público que ha hecho usted de mí­ habrá intensificado tanto la atención que el público puede prestar a mi obra, que no sé que hacer para no causarle una triste decepción». Como consecuencia del artí­culo de Schumann, Beitkopf y Hí¤rte editaron algunas composiciones de Brahms. La mejor manera de conocer toda la belleza del carácter de Brahms es seguir la correspondencia que sostuvo con Schumann, ya abatido y neurasténico. A Clara Schumann debí­a Brahms el haber obtenido una situación no oficial en el Teutoburgerwald de la corte de Detmold, lo que le proporcionaba modestos ingresos durante todo el año y se convirtió con el tiempo en su amada inmortal; fue su amor platónico e inalcanzable. En aquel lugar idí­lico, donde durante tres años pudo estudiar y componer en medio de una paz completa, se despertó en él el amor a la naturaleza. Creó un coro en la Corte y se inició en la práctica de la dirección. Sin embargo, en esta feliz época sufrió al menos una decepción, el fracaso en Leipzig del Primer concierto para piano. Algunos de entre sus amigos tuvieron la desdichada ocurrencia de redactar un manifiesto contra la música moderna, representada según ellos por la obra de Liszt y de Berlioz (no la de Wagner, como ya apuntamos); Brahms cometió la imperdonable imprudencia de poner su firma en dicho manifiesto.

Dejó Detmold con la esperanza de conseguir la plaza de director de orquesta de la Filarmónica de Hamburgo, pero fue rechazado. Un pequeño capital que habí­a reunido a fuerza de economí­as hizo posible que fijara su residencia en Viena (centro del mundo musical europeo), como artista completamente libre. Su primer concierto con obras de Bach, Schumann y de sí­ mismo, fue un completo éxito, según Hanslick, uno de los crí­ticos de mayor influencia por aquel entonces. Poco después fue nombrado director de orquesta del Conservatorio de Viena, nombramiento que le dio ocasión de desarrollar sistemáticamente su culto por la obra de Bach y Handel. No obstante, apreciando que no tení­a ninguna vocación para las funciones de director de orquesta y después de tres años de haber desempeñado este puesto, presentó su dimisión.