Johannes Brahms: de su carácter y su música


celso

Uno de los músicos más prominentes del siglo XIX es, sin duda alguna, Johannes Brahms, quien, al igual que J. S. Bach, lleva la música al terreno filosófico, por la profundidad de sus ideas estéticas, el tratamiento sonoro de la orquesta y la incesante búsqueda de sus posibilidades y texturas tí­mbricas. Brahms nace en la encrucijada de dos siglos.

Celso A. Lara Figueroa
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela

 


En la transición de la época del sentimiento (romanticismo) y el racionalismo (positivismo), Brahms va a jugar el papel de sostenedor de la antigua tradición musical occidental, en tanto Wagner encarna el nuevo pensamiento musical.   Incomprendido en su tiempo, e incluso en el nuestro, el maestro alemán se proyecta, de manera gigantesca en las formas más puras de la idea musical, como bien señala Jaime Pahissa.  Antes de entrar a escudriñar en su vida y en su música, queremos referirnos a su carácter, a la forma de conciencia de su destino y a su fino humor.  ¿Cómo era pues, Johannes Brahms? ¿Cómo lo podrí­amos retratar en palabras?

Antes de elaborar algunas observaciones a vuelapluma, diremos que esta columna está dedicada a Casiopea dorada, esposa de miel y encanto singular, quien es eco perenne de ternuras y caricias únicas, fuente de sol que va surcando mis manos que la anhelan como esplendente trino que empapa de música única mis oí­dos sensitivos.  Tu llegada Casiopea es y será de palomas y luceros por siempre de siempre.

Sus biógrafos lo presentan huraño, reconcentrado, vestido en forma desgarbada, rubicundo, respirando salud, cabeza leonina, paseante incansable como Beethoven… Tení­a quince años cuando Roberto Schumann proclamaba desde las columnas de la Neue Zeitschrift fur Musik, que un nuevo Mesí­as de la música acababa de nacer:

“Llega de Hamburgo recomendado por Marxen, el conocido y respetable maestro.  Guiado por éste ha estudiado en el silencio y en la oscuridad… presenta todos aquellos signos exteriores que acusan una vocación decidida… Es moderno.  Que el genio más pujante le guí­a e inspire: que abra sus ojos aquellos horizontes nuevos y misteriosos del mundo de las almas: saluden sus hermanos su entrada en el mundo, donde, si ha de recibir heridas, no le faltarán laureles: bienvenido sea ese luchador ardiente y entusiasta”.

El aplauso, que llegó tarde y después de una lucha encarnizada, influyó saludablemente en su manera de vivir y en sus relaciones con el mundo exterior.  La soledad de su vida de solterón le producí­a pena.  Despedí­ase un dí­a de un su amigo, diciéndole: “¡Dichoso Usted!  De regreso a su casa, encontrará en ella su home, a sus seres amados, mujer e hijos:  yo, pobre solterón solitario…”  “Cuando tení­a treinta años” –contaba en raros momentos de expansión– “sí­, hubiera podido y debido casarme: no era, sin embargo, el momento oportuno de elegir esposa, precisamente, cuando mis obras eran acogidas glacialmente o, como acontecí­a a menudo, con silbas.

Al llegar a mi habitación solitaria me echaba a dormir tranquilo sobre mi camastro: conocí­a que en mis obras habí­a algo, y que toda aquella tempestad de odios y de… silbidos se desvanecerí­a tarde o temprano.  Si al regresar a mi casa hubiese hallado a la compañera de mi vida, clavada en mí­ su mirada, y preguntándome lo que sus labios no se atreví­an a expresar acerca de mis incesantes derrotas de artista militante, ¡oh! eso no habrí­a podido soportarlo jamás, me habrí­a sentido cobarde ante la lucha…”

La vida de soltero explica muchas brusquerí­as de su carácter que, por otra parte, no se avienen con el hombre amantí­simo de los niños, y que se complace regalando golosinas a todos los que encuentra en sus excursiones a través de campos y montañas; con el patriota que sin olvidar a su paí­s natal ama a su patria austriaca de adopción, Viena, y se llena de orgullo al comentar hechos grandiosos del “Imperio”, deplorando que su Austria se quede tan atrás “en la imitación de aquellos hechos grandiosos”.
   

Era más teutómano que cosmopolita.  Que se sepa, no estuvo jamás en Francia ni siquiera en Parí­s, aunque conocí­a a fondo toda la música francesa, y notoriamente, una de las obras que más estimaba, la Carmen, del malogrado Bizet.  Inglaterra le interesaba más que Francia y tampoco estuvo en Londres, a pesar de las continuas instancias de su gran amigo Joachim. Todas sus simpatí­as se dirigí­an a Italia, donde estuvo varias veces, llegando hasta la misma Sicilia, y de donde volví­a siempre encantado.