Y reina por los siglos de los siglos eternamente. Lo vemos vivo y con rictus de dolor en los enfermos terminales en su lecho, cama de hospital y en el suelo. Esto último por la pobreza y extrema pobreza, a espera del alivio y consuelo que emana de Jesús su Salvador, Uno y Trino.
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Basta un poco de sensibilidad para hallar vivo a Jesús que abraza con gesto paternal e infunde paz espiritual, como sustento y ánimo a las ancianas y ancianos. Objeto de abandono familiar y maltrato en el ocaso de su existencia, reflejando desamor, olvido e indiferencia.
Si abrimos los ojos de la conciencia adormecida es poderoso motivo para ver vivo a Jesús en cada niña y niño sin hogar, que imploran caridad en vano. Está Jesús, padre y hermano mayor que les atiende y procura de alguna manera satisfacer sus necesidades perentorias.
Al transitar entre la jungla capitalina, ubicamos a Jesús vivo, auxiliando espiritualmente a tantos menores asesinados cruelmente. Tiene en sus brazos a esas personas, de quienes siempre dijo a su paso por este mundo, de manera elocuente y significativa: «Dejad que los niños vengan a mí».
Jesús vive en el corazón de las viudas desamparadas y sin trabajo, señalándoles con mano bienhechora los medios que les propicien la oportunidad de salir adelante con su carga. Ajenas a la pérdida de la dignidad y el decoro personal, en medio de tantas acechanzas del camino.
Jesús vive y se nota su presencia en los reos, a quienes prende la llama de la esperanza y la fe, a efecto que los reclusorios no los pierdan, en el amplio sentido del término. Y que sea una realidad que en los mismos se realice su auténtica rehabilitación y se reincorporen a la sociedad.
El colectivo percibe que Jesús vive y refuerza su voluntad inquebrantable a cada uno y una de sus hijos, para obtener mejor calidad de vida, libre de temor e inseguridad. Que a la vez les permita vivir en paz, a sabiendas que lo demás vendrá por añadidura rezan las Escrituras.