“En el alma del niño sembremos las doradas semillas del bien a la escuela alegría llevemos transformando la clase en edénâ€.
Sí, así como la letra de ese himno me enseñaron a sentir el espacio en el aula con mis pequeños. Más que un trabajo, otro hogar, más que alumnos, otros hijos, mis primeros hijos, más que recuerdos, enseñanzas que perduran.
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Siempre disfruté asistir a clases, pero estudiar magisterio, uno de mis juegos favoritos en la infancia, fue pese a la pérdida de mi papá, los mejores años de mi vida de estudiante. Cómo olvidar esa semana completa de exámenes de admisión. Ese primer día de clases en un salón tan nutrido. Cómo olvidar a Miss Bety, la más dulce de las maestras. A María Mercedes, puro dinamismo, a doña Juanita –arranzanzan, arranzanzan…–
Mis compañeras, amigas en realidad, Cynthia, Mayra, Anamaría y Pily. La clase de teatro y el terrible Quincho de maestro, fabuloso.
Los patios, la casita de madera en la parte de atrás –ya no existen–, los jardines y el salón de aplicación.
Tantos momentos removidos con mi reciente visita. Una falda azul a cuadros, mis kickers, mi bolsón de quinceañera y mis crayones prismacolor.
El traje de payaso que aún me acompaña y ahora tiene un clon para Inés.
Me enseñaron dulzura y me encantó. Bailé, canté, jugué y el papel arcoiris –ahora usan fomie– llenaba todos los espacios de mi casa.
Regresar revivió en mí esas escenas en las que sentada en el piso con mis compañeras soñábamos con el futuro, con nuestra clase –una propia–, y con hacer sonreír a esos pequeños y llenarlos de amor y letras.
Recuerdo a Bertilda y la piedra en su bolsón, la capeada a la feria, la excursión a Iximché y las llantas pinchadas del profe de teatro, diabluras, momentos, risas y una toga como un hasta luego.
La Escuela de Maestras para Párvulos Doctor. Alfredo Carrillo Ramírez, mi casa, a la que volví y en la que de nuevo me sentí querida. Gracias, ojalá todas las escuelas y colegios fueran así.