Respondiendo a esa pregunta crucial hay que decir como en el chiste: “Depende, dijo Pepito”. Si entendemos diplomacia conforme a las dos primeras acepciones del Diccionario de la Real Academia Española, sí, porque por diplomacia debemos entender la ciencia o conocimiento de los intereses y relaciones de unas naciones con otras o el servicio de los Estados en sus relaciones internacionales y para todo ello no sólo cabe sino debe haber dignidad.
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En cambio, si nos vamos por las otras dos acepciones, que son las que mucha gente asume porque es la interpretación coloquial del término, tenemos que decir que la dignidad no tiene vela en el entierro.
Porque se entiende coloquialmente que diplomacia es la cortesía aparente e interesada o la habilidad, sagacidad y disimulo. Lamentablemente muchos de los diplomáticos en el mundo creen que hacen su trabajo si actúan con cortesía aparente y gran disimulo, entendiendo que por ello son sagaces y muy hábiles para lograr sus intereses. En esta visión de la diplomacia cabe pedirle al presidente Pérez Molina que sea más diplomático, que baje el tono de sus expresiones y se cuide de lo que dice, porque rompe con ese molde hipócrita que muchos consideran que es la esencia misma del mundo diplomático.
Asumiendo que estamos hablando de la ciencia o el conocimiento de los intereses y relaciones de unas naciones con otras, la dignidad es un elemento indispensable en la ecuación, puesto que aunque en la realidad política haya enorme distancia por el poder de un Estado en comparación con otro, en términos de dignidad y respeto a la soberanía no puede existir la menor diferencia ni por el tamaño del Ejército de un país ni por el tamaño de su economía. Un Estado cuyo gobierno asume una actitud de sumisión frente a otro Estado, igualmente soberano de conformidad con el derecho internacional, está renunciando a su dignidad y eso es intolerable o, por lo menos, debe serlo para sus ciudadanos.
Por supuesto que se podrá decir que hay que ser realistas y la prudencia aconseja bajar el tono en una disputa diplomática si la misma involucra al Gran Poder. Siempre habrá voces “sensatas” que digan que es torpe contradecir a otro Estado porque éste es más grande y que lo que conviene es hacer las de cualquier Funes que se pone de “culumbrón” (créame que vale la pena leer ese mismo diccionario para ver el origen y sentido del término) cuando recibe una orden que viene del Norte, pero de conformidad con las normas elementales del derecho internacional y la misma definición que se hace de la diplomacia, ello es una aberración inaceptable.
Estados Unidos y cualquier país tiene perfecto derecho a mantener su punto de vista sobre cualquier tema, incluyendo el narcotráfico, pero el mismo derecho le asiste a cualquier otro Estado que discrepe con la tesis norteamericana, sin que ello constituya una ruptura de relaciones diplomáticas ni una agresión. Washington, por lo visto, ha movido sus piezas en la región para torpedear la iniciativa de Guatemala en cuanto al debate sobre el trasiego de las drogas, pero el presidente Pérez Molina también tiene derecho a evidenciar lo que está ocurriendo y a mantener su punto de vista.
Diplomáticamente cabría callar ante la actitud de Funes y dejarlo a él hablar mentiras como la del cambio de agenda, pero si no hubo tales y todo fue una confabulación, hay que decirlo. Algunos creen que en la mediocridad regional Funes ha sido el tuerto que se vuelve rey de los ciegos por lo que ha temblado al ver que hay visiones más profundas, de más largo plazo, más dignas y menos agachadas que las que tiene cualquiera que se acostumbra a vivir de culumbrón.