Qué decimos cuando hablamos: Le dije te quiero y ahora que lo pienso, no sé si me entendió. Le dije te amo y quizás no me comprendió. Y es que lo que para mí es de cierta forma, para ella lo es de otra. Me dijo te amo y pretendió que a través de esa palabra, sintiera lo que ella siente o más bien, comprendiera la intensión que para ella tiene esa expresión.
Pero, sin darnos cuenta, cada vez más nos estábamos alejando, situándonos en un ambiente de incomprensión idiomática que se extendía a nuestras vidas. Así continuamos viviendo sin entender a cabalidad lo que decimos y sin saber el verdadero valor de las palabras puestas en nuestros labios.
Las palabras, las frases, las expresiones llevan implícito mucho más de lo que representan sus signos. Con estas tomamos de la realidad un recorte, nombramos, conceptualizamos aspectos de un todo, que siendo dinámico, requeriría de otra forma para ser expresado a plenitud y que quizás, por ese medio, no reflejemos a plenitud lo que son. Bergson decía, que con nuestra razón, congelamos la realidad. Es como si tomásemos fotografías, instantáneas de esta, recortes de un todo que nos aleja de su conocimiento pleno y más bien, nos otorga una visión superficial de las cosas. Años atrás, Emmanuel Kant había puntualizado que de la realidad, únicamente podemos conocer lo manifiesto, lo que se nos presenta a partir de la sensación y en consecuencia, de la realidad en sí, no podemos hablar.
Las palabras son entidades conceptuales, portadoras de significado que sintetizan las características esenciales de las cosas y que en su expresión lógica, constituyen los términos. ¿Podrá reflejar, por ejemplo, el nombre, Lionel Messi, lo que este es? O solamente nos proporciona una idea vaga, un referente de su identidad y cualidades como persona. Y en este caso, como futbolista, motivada por experiencias previas. Las palabras, los términos, los nombres, únicamente nos orientan, superficialmente, sobre lo que estas son. El conocimiento, a través del contacto directo, provee mucha más información. Con ello, la comprensión de la realidad, se maximiza, no sin antes tomar en cuenta que ésta, es vasta, dinámica y compleja. Las palabras, por consiguiente, describen una realidad congelada, petrificada, fragmentada en un instante.
Lo real es el referente de las palabras:
Teniendo en cuenta que la realidad es una, objetiva y que cambia continuamente. Es decir que es la misma para todos, que más allá de los datos de conciencia existe algo, que es independiente del conocimiento y que eso, es dinámico y no estático. Nuestra forma conceptual de aprender y transmitir lo que vemos, es limitada. Sabemos que todo cambia, en consecuencia, las cosas están en continua transformación y con las palabras, no se alcanza a reflejar ese dinamismo. Por ello Foucault decía, las cosas y las palabras van a separarse. El ojo será destinado a ver y sólo a ver; la oreja sólo a oír. El discurso tendrá desde luego como tarea el decir lo que es, pero no será más que lo que dice.
La ciencia señala que no existe materia en reposo, que una de las cualidades de ésta es el movimiento. Ese fluir perpetuo del que hablaba hace muchos años Heráclito, determina que nuestro encuentro con las cosas se efectúe desde la perspectiva sensible. Y, consecuentemente, al hacer uso de las palabras, utilizando el entendimiento, estás simplemente constituyen una aproximación de las cosas. Al respecto Adam Schaf, señala, el mapa no es el territorio, o lo que es igual: el signo no puede reivindicar la representación total del objeto. Siempre, las cosas que dan origen a los conceptos, pensamientos y las palabras son más. Las cosas, por ínfimas que parezcan, poseen una extensa riqueza de aspectos que las palabras designan a partir del conocimiento que se posea sobre estas. En consecuencia, la precisión de las palabras dependerá de la comprensión que se adquiera sobre el referente.
Es por ello que se hace necesaria la inclusión de metalenguajes que obedezcan a circunstancias o aspectos culturales que le den un sentido más particular a las palabras que decimos. El decir te amo, por ejemplo, lleva incluido todo un entorno cultural, una historia que se bosqueja a través de una estructura que subyace a partir de una vida común. Teniendo eso presente, los conceptos que utilizamos, para designar al mundo, a las cosas deben ser dinámicos. Asimilamos lo que aprendemos en el seno familiar y en la sociedad, de ahí que somos lo que se nos enseña y aprendemos a ser y le otorgamos a las palabras el significado particular que, dentro de estos contextos, hemos asimilado. De esa forma se nos instruye, como seres “domesticados culturalmente”, de acuerdo a determinados convencionalismos sociales. Las palabras tienen, por consiguiente, una intensión y una extensión, lo connotativo y denotativo respectivamente.
Las palabras y su contexto
El sentido de las palabras obedece a la influencia que ejerce el entorno circunstancial y el contenido a lo que literalmente expresan, lo denotado. Al hacer referencia sobre la intensión y extensión de las palabras es necesaria tener presente que, por un lado, el sentido de las palabras se adquiere a partir de un contexto y su contenido en función del conocimiento socializado que tengamos sobre determinado objeto. Si pudiésemos tener un conocimiento inmediato de las cosas, el contexto no tendría mayor relevancia ya que, a través de su comprensión, sabríamos lo que es y le daríamos su verdadero sentido dentro de una circunstancia en particular. Por el contrario si nos atenemos al contexto. Éste, de alguna forma, altera el conocimiento del objeto. Ya que lo cultural, muchas veces obedece a criterios puramente funcionales, tradicionales y emotivos que sobreponen a la realidad, aspectos particulares que se quieren ver, aunque el objeto no los posea.
Dado que la intensión es el contenido esencial de las cosas. Es decir, lo que las cosas son. Éstas se sintetizan a partir de términos. La extensión constituye el alcance que tienen las palabras, dicho de otra forma, lo cuantitativo de las cosas. La lógica nos indica que cuanta mayor extensión tenga un término, menor comprensión tendremos sobre el mismo y por consiguiente, lo que podamos decir tendrá mayor imprecisión. No obstante, es usual que la mayoría de veces, hablamos sin contemplar esta regla lógica. Y por ello, hacemos mal uso del lenguaje, utilizando términos inapropiados. Así como otorgándole mayor alcance a las palabras, de lo que realmente tienen.
De acuerdo a lo anterior las palabras tienen diversos significados pues el entorno cultural las enriquece en función de aspectos particulares y desde luego, quizás también, las empobrece dada la imprecisión que le otorgamos a las mismas a partir del revestimiento emotivo que les damos. Las palabras por tanto, adoptan el contenido que una determinada cultura les dé, ampliando pero también modificando, el contenido real que deberían tener, al reflejar o designar aspectos de la realidad más allá de la conciencia. De ahí que las palabras, que reflejan aspectos de la realidad, tengan mayor o menor significado para determinada cultura. En consecuencia, la realidad no sólo se asimila a través del conocimiento, sino también se particulariza, a partir del contenido y significado que le demos a las palabras con las que designamos a las cosas.
Cotidianamente no existe el proceso de verificación de lo que decimos o afirmamos. Estamos seguros que nuestras palabras designan acertadamente, a lo que nos estamos refiriendo. Sin embargo, puede que el contenido que le demos a éstas, que usamos, sea muy limitado y no exprese la riqueza de aspectos y matices de determinado objeto de la realidad. Hablamos con terminología programada es decir, usamos palabras que creemos que tienen el mismo significado para todos sin verificar si así lo es.
Nos entendemos realmente:
Hasta qué punto nos entendemos, si somos producto de historias diferentes, de vidas distintas, de entornos familiares desiguales, de formas de pensar y valores muchas veces contrarios. Razón tenían los filósofos del lenguaje al decir que, gran parte de los problemas humanos, se deben a la falta de entendimiento, a no nos sabernos comunicar. La comunicación es una expresión cultural que se hace visible a través de códigos lingüísticos, miméticos, icónicos, entre otros. Para comunicarse los seres humanos han elaborado un idioma, forma de expresar a través de un lenguaje lo que sienten, desean, conocen. La interpretación de la realidad, con sus peculiaridades es lo que le da contenido al idioma. De ahí que las palabras tengan un significado distinto entre cada cultura aún teniendo el mismo código idiomático. El referente queda sustituido por el sentido que se le dan a los datos de conciencia a través de su interpretación.
Por ello, Leibniz pretendía crear un lenguaje emotivamente neutro que evitara toda esta alteración emotiva que adquieren las palabras en sociedad, y no lo logró. Los seres humanos tendemos a eso, a darles un valor particular a las palabras, a otorgarles un significado más allá de lo que éstas pretenden señalar de la realidad. Juzgar eso como bueno o malo es actuar equivocadamente, mejor sería comprender que para podernos comunicar se requieren reglas del juego comunes que sean aceptadas por las personas que pretendan dialogar o consensuar y que la mejor forma de dirimir las diferencias es el argumento racional y experimental que nos da la ciencia.
En tal sentido la razón sería el juez que permitiría el entendimiento entre personas que provienen de historias y circunstancias diferentes. Sometiéndonos a un árbitro de este tipo probablemente no nos dé a plenitud la comprensión veraz del mundo donde vivimos pero constituirá el medio más eficaz de aproximarnos a este y de lograr entendimiento entre los individuos y los pueblos. Sin embargo, ¿cómo arbitrar en aspectos donde la razón, por su propia naturaleza, apenas alcanza a comprender? En temas donde el sentido y valor de las palabras obedecen a criterios particulares. ¿Cómo ponernos de acuerdo con palabras como justicia y libertad? Sin duda, estos términos arrastran intereses de clase, por lo que es imprescindible liberarse de esos atavismos para comprenderlas apropiadamente.
La confianza en las palabras:
Presente tengo cuando me dijo te lo prometo y en esa palabra yo había puesto mi confianza de que sería cumplida. No alcanzaba a comprender que para ella era simplemente un decir, una expresión circunstancial, con poco o casi nada de contenido. Yo esperaba el cumplimiento de la promesa, ella se había olvidado de la misma. La importancia que constituía para uno, para el otro no lo era. Me di cuenta que los valores que nos habían enseñado eran distintos, que pertenecíamos a esferas diferentes, que requeríamos de otra forma para podernos entender y para ello, era necesario crear puentes comunicativos de entendimiento.
Expresiones y hechos que para mí no tenían importancia, para ella si lo eran. Y ninguno de los dos había reparado que continuaba abriéndose una brecha idiomática a partir de lo que cada uno estaba designando y entendiendo en las palabras. Sin duda nuestros horizontes eran distintos, mismos que evidenciaban los mundos diferentes de los cuales procedíamos. Lo valioso para unos no lo es para otros y viceversa. El valor que se le otorga a las cosas, a las expresiones, a las palabras, es producto de una interpretación de la realidad, en la que van incluidos conocimientos, valores, creencias, preferencias, dogmas, etc. Pero, mientras el conocimiento es común, es la esfera general que permite comprender y darle sentido a las cosas, los valores, creencias y preferencias son particulares y en consecuencia, es lo que nos aleja de la esfera pública.
El valor de las palabras:
Hasta qué punto nos entendemos, cómo saber que el otro nos comprende. Quizá el entendimiento sea superficial pero éste, para algunos, sea más que suficiente al momento de compartir una existencia. De ahí que exista un entendimiento superficial y otro profundo que se desarrollan a partir del diálogo. El compartir ideas posibilita que los mundos se abran. Por el contrario, el silencio cierra la posibilidad para la construcción de puentes entre universos e historias diferentes. El diálogo requiere de ciertas condiciones para poderse emprender como lo son: la apertura y la tolerancia. Aprender a dialogar requiere que la convicción del mundo que tenemos puede ser argumentada y refutada. De lo contrario, nuestro criterio estaría sustentado en la creencia dogmática y por consiguiente, no admite discusión. De ahí que la tolerancia debe ser entendida como el saber escuchar lo que el otro tenga que decir.
Me dijo te amo y ahora comprendo lo que quiso decir, más reconozco que no sé a plenitud toda su intensión, la cual descubriré poco a poco en su compañía. Le dije te amo y ella supo la dimensión de esa palabra en mis labios, de acuerdo a mi comportamiento hacia ella. Y aunque posiblemente no sepa a cabalidad lo que significa para mí, la verifica cada momento que estamos juntos. Quizás el significado de lo que nos decimos, en esas palabras, sea diferente. Pero ahora estamos conscientes de que el camino del entendimiento no está simplemente en las palabras, sino en la autenticidad de éstas y que la precisión de lo que decimos, se valida a partir de nuestras acciones. Y a su vez, del conocimiento que poseamos de la realidad y de las convenciones que encontremos para poder dialogar y transmitir lo que vemos y pensamos de las cosas. Saber que la realidad es una y que cada quien la acomoda a su particulares intereses será el principio para buscar el consenso.