Hace muchos años tomé como paseo preferido, algunos domingos, ir al Planetarium de la ciudad de Nueva York. El Planetarium es, o era, un inmenso domo construido para el efecto de proyectar internamente imágenes de toda la bóveda celeste. Dentro del domo había butacas formadas en hileras circulares en todo su derredor y podía verse la proyección desde cualquier punto en que estuviera situado el oyente. Los proyectores estaban ubicados en el centro del domo, desde donde operaban el aparato.
El inicio de la proyección generalmente lo colocaba a uno en el centro del Parque Central de Nueva York, de noche. Desde allí podía verse la maravilla de la bóveda celeste alrededor y anunciaban a qué parte del universo iríamos. Visitábamos el sol, la luna, planetas del sistema solar y diferentes y distantísimas galaxias a miles o millones de años luz de distancia. Naturalmente, hace cuarenta años las ciencias astrales o espaciales no estaban tan avanzadas como lo están hoy, pero toda la exposición estaba apegada a la certeza de la ciencia. Mi curiosidad era grande y mi deseo de ver y aprender sobre cosas fantásticas era mayor.
La narración, únicamente en inglés, era una cátedra magistral del tema que tocaran y nos hacía vivir, al auditorio, mejores momentos de los que podíamos ver con la magia de la televisión, porque sabíamos que todo lo explicado era totalmente real. Nada de ciencia ficción. Era simplemente asombroso. Podíamos asomar la puntita de la nariz, a la verdad de la Creación de Dios.
Era un frío y nevado invierno cuando fui ese domingo al Planetarium. El mayor de mis asombros fue cuando explicaron todo lo contario de lo que la mayoría de personas pensábamos. Con esos fríos tan intensos y a veces bajo cero en las noches, nos explicaron que es cuando la Tierra está más cercana al Sol. Nos explicaron también que la Tierra está más caliente cuando está más lejos del Sol. Se nos enseñó, en la proyección, cómo la Tierra cuando está más lejos, recibe mayor cantidad de luz solar y no le da tiempo a enfriarse en su rotación y, cuando está más cerca, la proyección de la luz sobre el globo es menor y su calor no dura mucho tiempo. No le da tiempo a calentarse porque enfría de nuevo muy rápido. Esto puede probarse con una lámpara y una pelota.
Hay otras explicaciones, la Tierra no tiene una órbita perfectamente circular, sino elíptica. Cuando la Tierra está más alejada del Sol (afelio), la temperatura media global es 2,3 ºC mayor que cuando pasa cerca del Sol (perihelio). La razón es que en el hemisferio norte hay mucho más tierra firme que en el sur. La tierra firme se calienta mucho más rápido que el agua, y el agua se enfría mucho más lentamente que el suelo.
Entonces, incluso cuando en el afelio estamos 5 millones de kilómetros más lejos del Sol y nos llega un 7% menos de energía (durante el verano del norte y el invierno del sur), el promedio de temperatura del planeta es más alto porque la tierra firme del norte se calienta de inmediato mientras que el agua del sur apenas comienza a enfriarse.
Mientras tanto, lógicamente, la tierra del sur se enfría rápido, pero cubre menos área que la del norte, así que no llega a contrarrestar el calentamiento; por su parte, el agua del norte aún está fría porque, como ya vimos, tarda más en calentarse, pero cubre menor área que el agua del sur, que aún está tibia.
En ese instante cuando está más lejos del Sol, a principios de Julio, la Tierra está más caliente que nunca y, a la inversa, alcanza su punto más frío a principios de Enero, cuando está más cerca.
Si no existiera esta miríada de “casualidades”, como les llaman los defensores de la evolución, la vida en la Tierra no podría darse, porque no habría épocas de siembra y de cosecha. La certeza de la existencia de un único Dios Creador de todas las cosas es científicamente imposible ponerla en duda.
Disfrutemos ahora del frío y demos Gracias.