
Uno de los recursos que proponen quienes pretenden que los partidos políticos financien sus actividades electorales con dinero obtenido de las prístinas fuentes de la licitud, o la legalidad o la moral, es fiscalizar el origen de ese dinero. Presuntamente esa fiscalización evitaría que ricos financistas obtengan, a cambio del dinero que le aportan a los partidos políticos, especialmente al partido más probablemente triunfador, codiciados privilegios gubernamentales. Inclúyense aquellos privilegios permitidos por las propicias sombras que proyecta la generosa holgura de la ley. Aludo a aquella holgura en la cual los contornos de la licitud son como una penumbra que oculta el límite entre la licitud y la ilicitud, o la legalidad y la ilegalidad, o la moralidad y la inmoralidad.
Empero, es imposible esa fiscalización. Es imposible porque hasta el más estúpido político sabe que hay infinitos modos de ocultar el origen del dinero. O sabe que hay infinitos modos de eludir el financiamiento puramente monetario, y de sustituirlo por bienes que jamás podrá registrar la más ambiciosa y patológica obstinación contable.
No opino que debe o no debe haber tal fiscalización. No he meditado suficientemente sobre ese deber o no deber ser. Sólo opino que es imposible que pueda haber semejante fiscalización. Evidentemente, esa imposibilidad no impide que haya una intención fiscalizadora. Es una intención que pueda jactarse de haber decretado la cantidad máxima que un partido político puede gastar en una campaña electoral; por ejemplo, exactamente 48 millones de quetzales.
Es imposible esa fiscalización; pero es posible imponerle un límite al poder de los gobernantes, de modo que no puedan emplear el poder público para otorgar privilegiados beneficios privados, para pagar los favores que los patrocinadores financieros les han concedido. Los gobernantes, por ejemplo, no deberían tener el poder de exonerar del pago de impuestos, o el poder de autorizar exportaciones o importaciones, o el poder de autorizar la creación de nuevas empresas, o el poder de decretar leyes que beneficien económicamente sólo a algunos ciudadanos.
Si los gobernantes no tuvieran ese poder, entonces ningún ciudadano, sea o no sea empresario, sea o no sea guatemalteco, sea o no sea delincuente, tendría interés en aportarle dinero a un partido político, para obtener, si el partido triunfa, gratificantes beneficios que equivalgan a un magnífico retorno de la inversión. Empero los gobernantes tienen poder, y hasta lo tienen suficientemente. Por consiguiente, es imposible evitar que lo ejerzan para gratificar, como si fuera un espléndido retorno de inversión, a sus generosos patrocinadores financieros.
Insisto en que la cuestión esencial es, no el origen de dinero aportado a los partidos políticos, sino otorgarle a los gobernantes el poder de otorgar privilegiados beneficios privados a cambio de ese dinero. Insisto en que, si tienen ese poder, será imposible evitar ese intercambio. Y si es imposible, será inútil el persistente griterío, el ruidoso clamor, la intención sublime o la laudable sinceridad de quienes pugnan por la santificación de las finanzas de los partidos políticos.
Post scriptum. Una ley de la cual es imposible comprobar que es o no es transgredida, es inútil; y una ley que pretende evitar que los ciudadanos no ansíen beneficios privados que el gobierno legalmente puede otorgar, es absurda.