«Estamos como cochinitos prensados», se lamenta uno de los 300 indígenas chontales del estado mexicano de Tabasco (sur) que desde hace una semana viven apiñados en una carretera con lo poco que lograron sacar de sus casas antes de que las aguas inundasen su poblado.
La docena de chabolas levantadas con maderos, láminas de hojalata y plásticos que invade unos 200 metros de un carril de la destartalada carretera que conduce a Oxiacaque, en el municipio de Nacajuca, es el reflejo de cómo las anegaciones que devastaron Tabasco la semana pasada se han ensañado particularmente con los más pobres.
El pasado jueves, estas personas tuvieron que salir precipitadamente del poblado de Ranchería Chiflón dejando atrás sus escasas pertenencias ante el implacable desbordamiento del río Samaria.
«Una hora o dos horas tardó en subir el agua», dice Marcos Hernández, quien explica que el río cubrió totalmente algunas casas.
El jueves, el nivel del agua ya había bajado de forma importante en algunas casas, pero sus habitantes no podían todavía volver.
«El problema ahora es que hay lodo en las casas con piso de tierra. Nosotros podemos andar, pero los niños, no. Además hay serpientes en el agua», explica Bartola Mai, una de las damnificadas.
En el interior de la paupérrimas chabolas apenas se ven algunas sillas y mesas. En la mayoría hay hamacas y en alguna que otra, una cama o una cocina de gas.
La carretera fue el lugar más alto que encontraron y donde buscaron refugio. El agua llegó hasta el borde de la vía y desde entonces, la asistencia alimentaria que han recibido ha sido mínima, aseguran.
«Dieron una despensa (un paquete de víveres) para cada dos familias. Hay casas con diez personas en una misma familia y no alcanza», dice Petrona Sánchez, que debe alimentar a sus cinco hijos.
Otro problema amenaza a los vecinos de Ranchería Chiflón ya que el olor en la zona empieza a ser nauseabundo por las aguas que se están quedando estancadas tras la retirada del río.
«Lo que queremos es una fumigación del mosquito y una bomba para sacar el agua», pide Alberto Sánchez.
A escasos kilómetros de allí, en Guatacalca, los vecinos que fueron expulsados por el río de sus hogares y se tuvieron que alojar en la escuela, se disponen a abandonar este albergue provisional tras la bajada del nivel del agua.
Sin embargo, algunos vecinos intentan convencer a Florinda Lázaro, de 60 años, para que se quede un poco más. En su casa ya no hay agua, pero para llegar hay que usar una canoa.
Pero esta mujer, auxiliada por algunos vecinos, consiguió llevar de vuelta al hogar a su padre, de 100 años, un anciano inválido del que tiene que cuidar.
Florinda explica que no tiene cómo ganarse la vida y son sus vecinos los que le han estado ayudando, sobre todo en la grave situación de los últimos días.
«Me han regalado cama, colchones y colchas, me regalaron comida», recuerda, agradecida.
Sin embargo, esta mujer no oculta su preocupación ante el futuro que le aguarda. «Ahorita están todos damnificados. Pienso: ¿con qué me van ayudar? No hay nada. Todo se fue al agua», lamenta.
En Oxiacaque, la situación no es mucho mejor, porque el agua sólo comenzó a retirarse de las calles entre el miércoles y el jueves.
«Todo se fue al agua, hermano, por aquí pasaban lanchas a motor. Rapidito, en menos de media hora, estábamos hasta acá», dice Salustiano Mai, señalándose con la mano el abdomen.
A diferencia de los damnificados alojados en la capital del Estado, Villahermosa, aquí la ayuda parece haber llegado con cuentagotas.
«El otro día la persona que vino a repartir nos dijo: ’A ustedes no les voy a repartir porque están jóvenes y pueden trabajar’. ¿Pero dónde agarramos nosotros para trabajar ahora? Nadie te da de trabajar, ¿cómo vas a trabajar en el agua?», se pregunta el hermano de Salustiano, Miguel.