Interculturalidad, consumos globalizados e identidades negociables (segunda parte)


En los años 70, y como resultado del interés de los turistas extranjeros en las artesaní­as textiles, se pusieron de moda entre las mujeres ladinas de Guatemala los rebozos llamados perrajes, y los empezaron a usar para asistir a fiestas y recepciones elegantes. El artista ladino Marco Augusto Quiroa montó una exposición de pintura que tituló precisamente

Mario Roberto Morales

Ya se sabe que la cultura popular y sus productos están mediados, en su producción, su circulación y su consumo, por el mercado y sus mecanismos. Así­ como existe una burguesí­a indí­gena que fabrica y exporta tejidos «tí­picos,» también se dan casos como el de un norteamericano en Panajachel que es propietario de una tienda de artesaní­as y que ha realizado diseños e introducido colores nuevos en la confección de las telas indí­genas: nativos de Salcajá fabrican las telas y plasman sus nuevos diseños y colores en telares de madera que producen tela por yarda. Este empresario norteamericano tiene clientela en Estados Unidos y otros paí­ses. Este es un caso en el que las acomodaciones de la cultura popular a la demanda transnacionalizada de bienes culturales no proviene de sus productores o consumidores locales sino de personas foráneas. En este caso, la cultura popular no es espacio ni de preservación ni de resistencia y ni siquiera de transformación autóctona, sino receptáculo activo de modificaciones exógenas. Por otro lado, empresarios indí­genas con tiendas en San José Costa Rica fabrican la tela y los objetos en Guatemala y los venden en San José con una etiqueta que dice Made in Costa Rica. Los objetos ya no obedecen a diseños tradicionales e incluso se trata de objetos muy diferentes de los que usan los indí­genas originalmente, todo lo cual facilita el travestimiento «nacional» que hace posible que los objetos «tí­picos» de Guatemala puedan serlo también de Costa Rica, México, Ecuador, Pakistán, India o Grecia, como ocurre en las tiendas de artesaní­as internacionales.


Las hibridaciones vienen ocurriendo desde mucho antes de la globalización y constituyen un signo de diversidad dinámica de las culturas populares tradicionales. El mejor ejemplo es justamente el de las indumentarias indí­genas. Las expresiones de cultura popular tradicional «oscilan entre los polos de la expresión indí­gena y mestiza, dependiendo de los lugares y las ocasiones [de la posicionalidad del sujeto popular]. No existe una división clara y sencilla, de la misma manera que la búsqueda de una expresión puramente indí­gena resulta romántica y antihistórica, y de hecho priva a los indí­genas no solamente de aquellas dimensiones de su cultura que fueron destruidas por la Conquista, sino también de los bienes y de la tecnologí­a europeos de los que se apropiaron para su propio beneficio». A pesar de que en este planteo todaví­a se establece una diferencia entre expresión indí­gena y expresión mestiza (porque se concibe lo popular como espacio compacto de resistencia a la modernidad y se lo reduce a defensa de la memoria), dando lugar a que se considere lo indí­gena como puro por contraposición a lo mestizo (como impuro por mezclado), la idea de que negar la hibridación implica regatearle alcances a las culturas indí­genas me parece iluminadora para lograr aceptar aseveraciones como esta: «Culturas populares: no existe ese artefacto en estado puro».

No voy a entrar a reflexionar sobre la diferencia de enfoque de los Estudios Culturales y la antropologí­a, pero sí­ es útil decir que las nociones que localmente se manejan para pensar la interculturalidad guatemalteca, se deben a antropólogos norteamericanos, tanto de derecha como de izquierda. Nociones como racismo al revés, derecho a la diferencia, etc., y el término «maya» mismo, que pueblan el léxico académico del debate actual sobre la multiculturalidad, se deben a ellos. Y no quiero decir con esto que los académicos «mayas» no piensen por sí­ mismos. Digo que sus elaboraciones tienen ese referente común, el cual, por otra parte, se mueve dentro de los marcos teóricos de los Poscolonial Studies, dudosamente aplicables a la América Latina y a Guatemala, que obtuvieron su independencia hace más de siglo y medio y cuya problemática cultural no es la misma que la de los paí­ses africanos y árabes recientemente independizados.

El concepto de pueblo y de lo popular suele estar restringido, en la antropologí­a tradicional, a lo que se considera aborigen, y en tal sentido hay que replantearlo de raí­z porque lo «aborigen» hoy dí­a se mueve en los espacios de la televisión, la radio y el cine, y en otros espacios de consumo cultural, modernos y posmodernos, en los que articula sus identidades hí­bridas y negociables. Lo aborigen se mueve, pues, en el mercado, y en ese espacio se negocia a sí­ mismo con la (pos)modernidad transnacionalizada. Y eso no es sólo de ahora: en los años 70 conocí­ al padre del escritor indí­gena guatemalteco Luis de Lión, quien definí­a jocosamente a su padre como «escultor de antigí¼edades» porque hací­a figuritas de animales en piedra, las enterraba en el patio de su casa en San Juan del Obispo y al cabo de unos meses las vendí­a a los turistas.

También en los años 70, y como resultado del interés de los turistas extranjeros en las artesaní­as textiles, se pusieron de moda entre las mujeres ladinas de Guatemala los rebozos llamados perrajes, y los empezaron a usar para asistir a fiestas y recepciones elegantes. El artista ladino Marco Augusto Quiroa montó una exposición de pintura que tituló precisamente «El Perraje,» en la que mostraba las posibilidades de uso de la prenda, y definió jocosamente el perraje así­: «Prenda indí­gena que usa la ladina para parecer gringa,» sintetizando los usos identitarios posibles del perraje y, con ello, las posicionalidades móviles de los sujetos y las identidades que se negocian mediante el consumo cultural, en este caso de un objeto de cultura tradicional, refuncionalizado por la moda (el mercado).

Es necesario estudiar espacios concretos de hibridación cultural para examinar las identidades negociables, o en negociación, de Guatemala, en el contexto de la relación que se establece entre la globalización, la producción y el consumo de cultura popular local, y el consumo activo de los mensajes globalizados de los medios masivos de comunicación y la industria cultural en general, entre los indí­genas y los ladinos. Como parte de esta tarea, en los mapeos itinerantes, descriptivos de realidades observadas durante los veranos de 1995, 1996 y 1997, traté, en lo posible, de aplicar el criterio analí­tico del consumo creativo o «antropófago.» En otras palabras, el criterio de la indigenización de las propuestas culturales homogenizantes de la globalización. Es decir, de un consumo defensivo y, por ello, resignificador. Para ello eché mano de entrevistas personales, testimoniales, a fin de fundamentar la presencia o ausencia de resistencias en el tipo de consumo de que se tratara. En todo caso, intenté poner en cuestión la validez de la defensa oficiosa de la cultural difference per se, para matizarla con la posibilidad polí­tica del ingreso en la (pos)modernidad de todas las cultural differences pero consideradas como negociables, móviles, hí­bridas y autotransformables.

Ubicarse en el vértice de las diferencias implica lanzar la mirada analí­tica no sólo hacia sino desde la articulación de las diferencias étnicas y culturales. O, lo que es lo mismo, implica analizar un espacio geográfico nacional desde y en los espacios del mestizaje intercultural, que es aquél espacio en donde las diferencias se articulan para generar las hibridaciones y los mestizajes. Pero hacer eso implica una tarea aún mayor, ya vislumbrada por Jameson, a saber: «alcanzar un modo de pensar que sea capaz de aprehender de manera simultánea los rasgos funestos del capitalismo y su extraordinario y liberador dinamismo, en una misma reflexión, y sin atenuar la fuerza de ninguno de los dos juicios». Esto, como advierte Jameson, deja fuera la mucho más cómoda posibilidad de los moralismos, tan corrientes en los ambientes del academicismo solidario con las culturas marginalizadas, subalternas y explotadas, ya que «la urgencia del tema demanda de nosotros que realicemos al menos un esfuerzo por reflexionar dialécticamente sobre la evolución cultural del capitalismo tardí­o, para entenderla al mismo tiempo como una catástrofe y un progreso». En otras palabras, no podemos caer en preservacionismos culturalistas paternales a contrapelo de la brutal realidad reguladora del mercado en la producción y consumo de las culturas populares, y tampoco podemos estar hallando «resistencias» culturales en los menores gestos del subalterno, el cual a menudo simula las resistencias porque éstas (o la ilusión de éstas creada intencionalmente para consumo de los conglomerados solidarios) es mercadeable; cuestión que a menudo convierte a las «comunidades solidarias» en comunidades de consumidores de simulacros de resistencias. En tal sentido, las solidaridades para con las expresiones contrahegemónicas deben tomar en cuenta los desplazamientos de lo hegemónico y de lo que no lo es, así­ como su constante negociación de posicionalidades.

Todo esto, como también advierte Jameson, implica preguntarse acerca de algún «»momento de verdad» en medio de los más evidentes «momentos de falsedad» de la cultura posmoderna», a fin de ir más lejos y lograr articular una crí­tica consistente de lo que él llama la cultura del capitalismo tardí­o. Puesto que nos recuerda, «Ni para Marx ni para Lenin el socialismo consistí­a en un regreso a sistemas más reducidos (y por tanto menos represivos y abarcadores) de organización social; más bien, entendí­an las dimensiones alcanzadas por el capital en sus épocas respectivas como la promesa, el marco y la precondición para el logro de un socialismo nuevo y más abarcador. ¿Cuánto más no será así­ con el espacio más global y totalizador del nuevo sistema mundial, que exige la invención y el desarrollo de un internacionalismo de tipo radicalmente nuevo?». Es en este sentido que realicé el mapeo itinerante que mencioné antes, como primer paso para llegar a pensar la interetnicidad y la interculturalidad no sólo como un caos, sino también como el inicio de un nuevo ordenamiento paradigmático más democrático. Ya que «La forma polí­tica del posmodernismo, si es que va a existir, tendrá como vocación la invención y proyección del trazado de un mapa cognitivo global, a escala social y espacial». Y, para lo que nos interesa, a escala internacional y global y, por ello, nacional y glocal.