Mario Roberto Morales
Pensar la dinámica de la interculturalidad en un país como Guatemala, en su relación con la globalización económica y cultural y, por tanto, con la modernidad y la posmodernidad tanto centrales como locales, implica replantear el estudio de las culturas populares tradicionales como procesos diferencialmente ubicados fuera de la circulación de los mensajes de la popular (mass) culture, para ubicarlas en los espacios de hibridación en los que sus iconos y contendidos se funden y con-funden con las iconografías e imaginarios producidos por la industria cultural para masas, que también es popular (porque la consume el pueblo) y también es cultura (porque construye sentidos que cumplen funciones sociales de identificación, cohesión y legitimación). Asimismo, implica situar el análisis de la producción y el consumo (recepción) de las culturas tradicionales en el espacio y las dinámicas del mercado, puesto que éste constituye la mediación principal que posibilita la circulación de bienes simbólicos y la creación de conglomerados consumidores de cultura. También es la condición necesaria que hace posible el consumo creador y contestatario que en ciertas ocasiones los conglomerados populares de América Latina realizan de los bienes simbólicos de la industria cultural, gracias a las posicionalidades sui géneris que asumen en los espacios del mercado globalizador.
El consumo es el mecanismo por medio del cual el mercado perpetúa su dinámica productiva, y el consumismo, al surgir de la conversión de la actividad de consumir en un valor, se constituye en su ideología. Es en este espacio ideológico en el que se articulan las identidades híbridas y negociables de amplios conglomerados populares. Porque el mercado es también el espacio de negociación de los códigos culturales de los emisores y los receptores de los mensajes, ya que tanto la producción de objetos de cultura popular como la turistización de las tradiciones religiosas de las comunidades indígenas, y también el consumo de contenidos y formas audiovisuales globalizadas en estas mismas comunidades, implican, por un lado, la traducción de lo popular-étnico a los códigos y necesidades del consumidor central, y, por otro, la «traducción» de lo «culto» y lo pop occidentales a los códigos y necesidades del consumidor subalterno. Ocurre aquí que esta última traducción la realizan no los productores sino los receptores de aquellos contenidos, constreñidos a ello por su posicionalidad social y económica, la cual no corresponde a la del consumidor para el cual fueron originalmente creados. A pesar de ello, esos contenidos circulan con profusión e intensidad en las aldeas indígenas tanto como en las ciudades del tercer mundo, y al respecto hay que decir que, cada vez más, los medios masivos centrales se ocupan de adecuar -de «traducir»- sus contenidos a los mercados que ellos mismos ensanchan. El resultado de estos movimientos es una rica hibridez y mestizaje interculturales e interidentitarios que desafía toda suerte de teorizaciones binarias sobre la cultura, la identidad y la subalternidad, como tendremos ocasión de comprobar en el caso de Guatemala,
Desde la perspectiva transdisciplinaria de los Estudios Culturales Latinoamericanos, pensar la interculturalidad en Guatemala implica, primero, ubicar los escenarios en los que las culturas tradicionales se encuentran con la industria cultural transnacional, para luego pasar a describir los procesos transculturadores y de hibridación que ocurren en ese encuentro, para así poder dar cuenta de la articulación de identidades híbridas en constante negociación, que se opera en estos espacios de resignificación y rearticulación ideológica y cultural, que relativiza nociones al uso como las de «pueblo,» «resistencia cultural» y «otredad» como sinónimos de «diferencia». Todo esto supone que no existen monoidentidades o identidades puras, sólidas y compactas que se oponen las unas a las otras en forma binaria e irreconciliable. Esto, en el plano factual. En el plano de las mentalidades tradicionales y de las ideologías fundamentalistas, esencialistas y racistas, tanto de la ladinidad como de la indianidad, todavía se opera con nociones binarias.
Todo este asunto nos lleva a la cuestión de la definición del sujeto popular y la hegemonía, tanto en lo referido a la producción y consumo ideológico y cultural, como a la posición clasista. Y, claro, al problema de que las posicionalidades de etnia, clase y cultura son móviles y negociables toda vez que se articulan, operan, se encuentran e interactúan en los espacios de hibridación mediados por el mercado, la producción y el consumo de mercancías y bienes simbólicos. Es decir que el sujeto popular es inter y transcultural, por un lado, y puede ser inter y transclasista, por otro, si es que lo definimos en términos de posicionalidad respecto de las mediaciones que posibilitan su interacción con otros sujetos y con otras producciones y consumos culturales e ideológicos, lo cual puede convertirlo también en un sujeto inter y transnacional. La posición de un ladino pobre en Guatemala puede ser conceptualizada como hegemónica frente a los indios pobres, pero la posición de ese mismo ladino en Los íngeles, Nueva York o Miami puede ser de hecho conceptualizada como subalterna, y compartirla con guatemaltecos indígenas. Ese ladino del que hablamos puede perfectamente vivir diez meses en Estados Unidos y dos en Guatemala cada año y relacionarse con otros sujetos en los espacios de hibridación guatemaltecos como sujeto hegemónico, y en los norteamericanos como sujeto subalterno. La hegemonía es, pues, como parte de los movimientos globalizadores, también un ejercicio móvil, negociable y que puede ser, a su manera, híbrido y ambivalente, dependiendo de los cambios de posicionalidad del sujeto hegemónico o contrahegemónico. Es más, la posición hegemónica puede tornarse contrahegemónica y viceversa, y el mismo sujeto puede negociar en sí mismo la hegemonía por una suerte de esquizofrenia de poder o, si se quiere, por un necesario travestismo de poder, que le permite vivir como el sujeto transfronterizo en que la globalización lo ha convertido. Y esto, no sólo porque es un consumidor, sino también porque es un sujeto productor de cultura, de ideología.
Todos sabemos que Los íngeles y Nueva York son espacios tan cruciales para la economía guatemalteca como lo es la planicie de la costa sur con sus grandes plantaciones agropecuarias, cuestión que define al sujeto ladino de que hablábamos como un sujeto transterritorializado, y a la vez guatemalteco. La pregunta sería ¿es este sujeto popular o no?, y ¿cómo y respecto de qué articula su identidad híbrida en uno y otro ambiente, y cuál ambiente es su «verdadero» ambiente si es que los dos no son verdaderos y complementarios y naturales para él? Si esto último fuera así, estaríamos frente a un caso ladino de identidad negociada, porque este individuo adapta su identidad ladina (étnica) frente a los indios y los ladinos de Guatemala en términos diferentes a los que adapta su identidad guatemalteca (política) en los Los íngeles frente a otros latinoamericanos, frente a los gringos, y junto a -ocurre a menudo- indios guatemaltecos. Hegemónico en su tierra y subalterno en el extranjero, esa dualidad identitaria es asumida por nuestro sujeto híbrido como algo natural y vivido, aunque le resulte conflictivo.
En Guatemala, la ladinidad es hegemónica y la indianidad es subalterna en lo ideológico, aunque ambas puedan ser en un momento dado (y en el caso de individuos o grupos determinados) dominantes o dominadas en lo económico. Por ejemplo, hay una pequeña burguesía indígena minoritaria y aliada clasistamente a la pequeña burguesía ladina entre cuyos negocios se cuenta el de la fabricación y exportación de tejidos. Si vamos a situarnos en la perspectiva de los Estudios Culturales, este hecho no debe olvidarse en ningún momento: la negociación de las identidades y sus hibridaciones se realiza siempre en un marco de desventaja para la parte indígena, y siempre ha ocurrido así desde la Colonia, pasando por la revolución liberal, la revolución democrática y la guerra revolucionaria, hasta llegar a la época de la globalización. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que, siempre, a lo largo de la historia, han existido nichos de poder en los que las polaridades hegemonía-contrahegemonía se negocian a menudo invirtiéndose, como ocurrió en la colonia y en la época republicana con algunos indios ennoblecidos y/o enriquecidos y con otros, insurrectos; y como ocurrió recientemente con la gran cantidad de guerrilleros indígenas y con los altos oficiales indígenas en el ejército genocida de Guatemala. Las posibilidades de articulación hegemónica y contrahegemónica que el mismo sujeto realiza en estos escenarios son de una gran diversidad.