Durante la campaña presidencial, ílvaro Colom utilizó como eslogan la frase: «La violencia se combate con inteligencia», para marcar distancias contra su principal contendiente que ofrecía mano dura. No sé si este lema fue el decisivo para darle la victoria, pero lo que sí sé, es que hoy día esa publicidad ha pasado al panteón de proselitismo mentiroso, el cual encabeza Serrano con su cancioncita «Los mismos nos quieren gobernar».
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Lo de la inteligencia y la violencia se puede observar en que el Gobierno no es capaz de ofrecer seguridad a sus agentes del orden público, como la «masacre» realizada contra los trabajadores de Presidios el pasado lunes, perpetrado -según el Ministro- por sólo un pandillero surgido de las mismas entrañas del Gobierno.
No dudo de que estos ataques sean una reacción de cierto sector del crimen organizado que ha resultado perjudicado con algunos cambios, como el de trasladar a supuestos extorsionistas a una prisión más segura. Pero esta reacción es previsible; cualquier acción que busque atar de manos al crimen, como consecuencia tendrá una acción violenta, en cualquier parte del mundo.
Pero nuestras autoridades parecen no saberlo.
Las fuerzas del orden público no han podido en el ataque frontal contra el crimen organizado, y no se ha sabido implementar acciones de cortísimo, corto y mediano plazo; ni siquiera la captura del temible Smiley o la restricción a motoristas, han logrado reducir sensiblemente el promedio de asesinatos diarios. Porque, entiéndase bien, no nos sirve de que se reduzcan las muertes, nos sirve de que ya no haya asesinatos.
Pero este ataque frontal -directo y con violencia proporcional- era más bien la propuesta de su competidor electoral, ofreciendo medidas más drásticas y hasta criticables en tiempos democráticos del siglo XXI. Colom y su equipo se está traicionando a sí mismo al no ser inteligente y de veras darle en el puro clavo a la violencia estructural.
Y, por razones del destino -porque hay quienes dicen que crisis significa oportunidad-, el Gobierno se encuentra con todos los problemas de golpe. Hoy, Guatemala le dio la vuelta al mundo noticioso al aparecer en las portadas de los principales medios de comunicación, debido al terrible estado de hambre que padecen los más desprotegidos. Y, aunque el Gobierno se empeñe en utilizar tecnicismos y llamar este problema de cualquier otra forma, menos hambruna, lo cierto es que ya son decenas de personas, sobre todo niños, que mueren de hambre.
¿Y qué tiene que ver el hambre con la violencia? Pues, sencillamente, que la pobreza es el sistema que alimenta la violencia y que obliga a las personas a arriesgar su vida en actividades ilícitas. La pobreza y el hambre es la peor de la violencia, porque te ataca desde dentro y no hay un marero apodado «Diabólico» o como sea, a quien culpar.
A la par del ataque frontal al crimen organizado, el Gobierno está obligado -si es que algún día quiere acabar con la violencia- a implementar programas a largo plazo para reducir el hambre y la pobreza. Pero no simplemente con programas de Cohesión Social o con decretar estados de Calamidad -necesarios, sí, pero insuficientes-, aunque los programas de largo plazo no sirvan para recaudar cuotas electorales, porque no serían sensibles para los próximos comicios.
Es cierto, la hambruna no es responsabilidad de este Gobierno, pero éste no está haciendo nada para atacar al sistema que la generó. La clase alta, la que se ha beneficiado con este sistema desigual, también debería darse cuenta de que es inmoral continuar con esta sociedad desigual, que sólo fomenta la sed de quienes viven por debajo de las líneas de pobreza e intentan acceder a la parte que les corresponde por métodos violentos, y que tampoco nos sirven las campañas de ayuda que ofrecen una libra de azúcar o maíz para intentar acallar las conciencias de quienes no padecemos hambruna.
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