Intelicidio, Ilustración y cultura letrada


Al empezar el siglo XXI, a la intelectualidad hispanohablante se le plantea un desafí­o ineludible: el de impedir que el idioma español se desarticule y desintegre. No se trata de defender purismos lingí¼í­sticos, sino de impedir que préstamos e influencias innecesarios sustituyan a elementos constitutivos de nuestro idioma, y que lo hagan cambiar desbordando sus propias leyes de desarrollo y evolución, llevándolo a sufrir una creciente contaminación incurable que pueda hacerlo desaparecer como tal. Este desafí­o se nos presenta aún más difí­cil si tomamos conciencia de que en estos tiempos la defensa de nuestra lengua no se agota en el problema lingí¼í­stico, sino que forma parte de la urgente e impostergable reivindicación de algo que también se encuentra en serio peligro de extinción: la cultura letrada como totalidad orgánica que conforma nuestra historia, nuestra cultura y nuestra civilización.

Mario Roberto Morales

Fue durante la segunda mitad de los años 50 del siglo XX cuando se cavó la brecha generacional entre quienes habí­an vivido el conservadurismo acomodado de la segunda posguerra, y los jóvenes que hicieron de la rebelión contra sus padres una especie de doméstica misión heroica y de pose identitaria de diferenciación cultural. A partir de la adopción de formas de vestir propias de los obreros (usando prendas como las camisetas blancas, los pantalones de lona y los zapatos de leñador), los jóvenes de clase media de entonces inventaron formas de caminar, hablar y gesticular, muy ligadas a las conductas de los hombres de la clase trabajadora que llevaban una vida marginal y profesaban una moral espontáneamente antiburguesa.

A fines de los 50 y principios de los 60, los mercadólogos y publicistas de la Avenida Madison, de Nueva York, decidieron convertir a las juventudes de entonces en consumidoras disciplinadas de los productos que anunciaban, y desplegaron una estrategia publicitaria y de mercadeo basada en el eje imaginario de la cultura juvenil: la rebelión. Una rebelión que el mercado aprobaba aunque no como movimiento para cambiar la sociedad (como ocurrí­a entonces con la lucha por los derechos civiles y las guerras de liberación nacional) sino como gratificante ejercicio consumista. Fue así­ como se empezó a invitar a los jóvenes a «atreverse» a consumir tal o cual producto juvenil o a «transgredir» lo establecido usando determinadas prendas de vestir y otros adminí­culos. La estrategia tuvo tal éxito que en las décadas subsiguientes se generalizó a grupos de todas las edades, logrando con ello captar a la humanidad adulta para el ejercicio disciplinado del consumismo hedonista, hasta llegar a los años 90, cuando por medio de campañas como la de My first Sony y programas como los Teletubbies, la ofensiva de mercado logró incluir a los bebés entre los felices habitantes del vertiginoso y oropelado mundo del consumismo de imágenes y sonidos, fabricados para captar el interés de un televidente cada vez menos capaz de enfocar y mantener la atención por un tiempo prolongado.

Por ello, en una era en que varias generaciones de jóvenes han sido educadas por los medios masivos para aborrecer la lectura y en su lugar ver pelí­culas, pero en la que las instituciones de educación formal las obligan a estudiar con libros, a leer artí­culos, ensayos, novelas y hasta poemas, vale la pena preguntarse por qué existe la cultura letrada, para qué ha servido y por qué el sistema educativo nos la impone afirmando que es importante, sin explicarnos jamás en qué consiste esa importancia y mucho menos su utilidad práctica. Cuando se intenta explicar su importancia y utilidad, por lo general se hace mediante pedanterí­as cursilonas de aburridos profesores con pose de ratones de biblioteca, que a muchos jóvenes les parecen -con absoluta razón- ridí­culos, por desfasados y obsoletos.

Cómo no aceptar que a un adolescente le cueste trabajo comprender que alguna vez hubo una época en que a las juventudes les parecí­an apasionantes las Humanidades, si se trata de un joven que tampoco puede imaginar un mundo sin teléfonos móviles, televisión, Internet, ipods ni Mp3, es decir, sin comunicación, entretención e información inmediatas, fragmentarias y sin jerarquí­as. Si en 1967 los estudiantes que se graduaban de la secundaria en Estados Unidos habí­an ya experimentado quince mil horas de televisión, habiendo así­ moldeado su percepción de lo real a partir de impresiones plásticas y no de conceptos, cuarenta años después tenemos una humanidad cuya casi nula capacidad letrada la lleva a asumirse tranquilamente como incapaz de explicar el sentido de su propia vida, echándose en cambio en los cómodos brazos de toda suerte de fundamentalismos, incluido el del consumo perenne y disciplinado como forma de llegar a ser respetable. ¿Qué tiene qué hacer la palabra escrita en un mundo oral y visual, lleno de color, sonido y movimiento? se pregunta el joven que llega por primera vez a la escuela o la universidad. La sucesión de significados por medio de palabras escritas es demasiado lenta comparada con la sucesión de imágenes en un texto audiovisual y, además, éste es más fácil de procesar cerebralmente que aquél, porque nos hace sentir primero y pensar después; en cambio, para sentir el texto escrito, hay que pensarlo y descodificarlo antes. ¿Para qué molestarse entonces en leer? Ante un joven que siente y piensa así­, como resultado de muchos años de consumo televisivo, la lectura, propuesta como una hostil obligación inspirada en el aburrido ejemplo de tristes y estirados sabiondos, es un enorme error del sistema educativo.

Una de las muchas cuestiones que se les escapan a las mentalidades tradicionalistas y a las que siguen las modas pedagógicas en materia de educación, es explicar de qué manera la cultura audiovisual de hoy dí­a se asienta en la cultura letrada. Si no se explica esto con claridad, es imposible hacer entender a los jóvenes por qué una unilateral educación audiovisual para la entretención consumista y para la eficiencia en un saber limitadí­simo cuyas relaciones con otros conocimientos u otras ramas del mismo no se le enseñan, de hecho atrofia las naturales capacidades cerebrales de realizar análisis y sí­ntesis, y de llegar a conclusiones acerca de los problemas que se acometen, puesto que el cerebro trabaja más cuando la persona duerme que cuando ve televisión. La capacidad letrada es vital para acceder al conocimiento cientí­fico y para ejercer la interpretación y la práctica en los hechos sociales. Esto lo deberí­a saber y comprender cualquier estudiante.

La escritura es uno de los elementos que definen a las culturas altamente desarrolladas porque un sistema de escritura implica un grado de abstracción que sólo alcanzan las civilizaciones que han logrado explicarse el Universo mediante análisis sistemáticos como los de los números y sus infinitas posibilidades de combinación, y también puesto en práctica formas de producción organizada y edificado conjuntos arquitectónicos monumentales para expresar la armoní­a de su visión del mundo. El paso de la escritura ideográfica a la alfabética implica el descubrimiento de la movilidad intercambiable de los significados dentro de un mismo sistema de comunicación, y esto sin duda constituye una cumbre en el desarrollo del pensamiento, pues un sistema móvil de caracteres y vocablos que se combinan en infinitas posibilidades semánticas, puede dar cuenta de una manera cada vez más precisa y profunda de la intrincada complejidad dialéctica del mundo real. La mayor riqueza de un idioma -expresada siempre en sus mejores obras estéticas- refleja por ello la mayor sofisticación de una cultura. De ahí­ que mientras más léxico y mejor sintaxis maneje una persona, su comprensión de la realidad será más precisa y profunda. No es cierto aquello de «lo sé pero no lo puedo explicar». Si no se pueden explicar los hechos y las ideas con palabras es porque aquéllos no se comprenden, ya que sólo con palabras es posible pensar.

Por ello, resulta alarmante que la sustitución mediática de la cultura letrada por el consumismo audiovisual haya dado como resultado una pertinaz imprecisión en el uso del idioma cuando el hablante suplanta palabras de significado especí­fico por generalidades vací­as como «el rollo», «el coso», «la onda» y otras que, aunque a veces tengan significados especí­ficos, por el uso que el hablante iletrado les da, quedan vací­as de sentido haciéndolas equivaler casi a señalar los objeto con el dedo, sobre todo cuando echa mano del tartamudeo de las interjecciones, las onomatopeyas y los gestos en sustitución de las palabras.

A este uso impropio del idioma contribuye el abuso de vocablos supuestamente cultos por parte de personas con más pedanterí­a que educación, así­ como la adopción -por parte de periodistas, polí­ticos, predicadores y otros «comunicadores sociales» y personajes mediáticos- de términos provenientes de traducciones literales del inglés, como las que están produciendo millones de analfabetos informáticos, y de muletillas y usos arbitrarios como los del dequeí­smo, el «loqueí­smo», el «oseí­smo», el «debedeí­smo» y otros que afectan no sólo el léxico sino sobre todo la sintaxis, es decir, la estructura y la dialéctica mismas del idioma.

Estos usos arbitrarios responden a la ignorancia, la pereza, el desprecio y la irresponsabilidad respecto de nuestro vehí­culo de comunicación, y resultan en gran parte de la sustitución de lo letrado por lo audiovisual, ya que la mente del consumidor de imágenes y sonidos se acostumbra a procesar cerebralmente los sonidos y las imágenes (es decir, los signos) de los significantes, y no (como en la cultura letrada) los significantes de los signos. Para procesar adecuadamente el significante de los signos se necesita un desarrollo de la inteligencia que sólo se puede adquirir mediante el entrenamiento en los códigos letrados.

No se trata por supuesto de proponer purismo alguno como sinónimo de corrección y propiedad idiomáticas, pues es cosa sabida que cada lengua posee en sí­ misma los mecanismos adecuados para cambiar y evolucionar sin deformarse ni desaparecer. El problema con estos usos impropios de la lengua es que atentan contra su estructura, su psicologí­a y, por tanto, su existencia misma. Por eso deben ser rechazados y combatidos. La sustitución de la cultura letrada por la audiovisual constituye, ni más ni menos, un proceso inducido de incapacitación cerebral para realizar análisis, sí­ntesis, conclusiones y soluciones a los problemas concretos. Es decir, constituye un abierto y desembozado asesinato de la inteligencia, un intelicidio, si se me permite el uso de este término que no figura en el Diccionario de la Lengua Española pero que considero imprescindible para tratar este problema.

La cultura letrada es el único vehí­culo capaz de permitirnos analizar, sintetizar y convertir en práctica el conocimiento abstracto, porque la palabra es el resultado y el vehí­culo del conocimiento y de su dimensión transformadora. En tal sentido, el ámbito audiovisual, producto del desarrollo tecnológico, se asienta en la cultura letrada y de hecho puede constituir un inmejorable complemento de ella. La cultura letrada es la base de la civilización, y la cultura audiovisual es expresión de sus valores letrados. El problema surge cuando la cultura audiovisual (como estí­mulo consumista) se impone en calidad de sustituta de la letrada, porque eso implica una consecuente inhibición de la capacidad de atención, de desciframiento de los códigos letrados y, por eso mismo, una atrofia de la capacidad analí­tica y sintética, y de la de pensar con radicalidad, es decir, yendo a la raí­z causal de los problemas; también implica la incapacidad de ser crí­ticos o, lo que es lo mismo, de ejercer el propio criterio. La sustitución de lo letrado por lo audiovisual tecnológico produce una grave merma en las capacidades cognoscitivas porque (y nunca se insistirá demasiado en esto) frente a lo audiovisual el cerebro recibe las imágenes y luego procesa sus significados, mientras en lo letrado el cerebro primero debe descodificar los signos para después poder sentir el efecto de su sentido. El esfuerzo descodificador es mayor a la hora del consumo de cultura letrada. Por eso, un niño televidente es reacio a leer. Y por eso también, desde inicios de los años noventa, los estudiantes llegan a los planteles educativos rehusándose férreamente a estudiar, al extremo de haber hecho de la ignorancia letrada un valor y un ví­nculo de cohesión grupal y de identidad juvenil. De nuevo la rebelión, pero esta vez no contra el conservadurismo acomodado sino contra el conocimiento como tal. Contra la esencial capacidad humana que nos diferencia de otras especies animales. El intelicidio de que hablamos es, pues, un hecho esencialmente deshumanizador.

Como se sabe, las Humanidades son un conjunto de disciplinas que nos estudian como seres pensantes y con sentimientos, y no como entidades biológicas o fí­sicas. La condición humana frente al tiempo, la muerte, el amor, el destino, el poder, la injusticia, la desgracia y, en fin, todo aquello que empuja a preguntarse por el sentido pasado, presente y futuro de la existencia, es lo que estudian las Humanidades, en especial la filosofí­a, la teologí­a, la historia del arte y también la literatura, pues la humanidad deja siempre un registro escrito (en cuevas, estelas, murales, códices y libros) de su paso por el mundo, de sus logros materiales y espirituales, de su cultura, sus diferencias, sus iras, sus dolores, sus alegrí­as y tragedias.

El dominio de la cultura letrada le permite al ser humano no tener que señalar o dibujar los objetos para referirse a ellos y a sus infinitas relaciones. Es alarmante por ello que muchos de nuestros contemporáneos letrados no utilicen más de cien palabras para vivir su dí­a, trabajar, divertirse, amar, aborrecer y morir. Esto resulta del intelicidio que sobre los estudiantados del mundo perpetran los sistemas educativos que proponen «aprender jugando» con «tecnologí­a en el aula», haciendo del recurso audiovisual no un complemento sino un sustituto de la cultura letrada. Es así­ como gracias a las modas pedagógicas impulsadas por los consorcios de la industria audiovisual, hemos pasado de la cultura letrada a una oralidad cada vez más pobre en recursos y, por ello, radicalmente distinta de la oralidad primigenia que desembocó en el gran logro civilizador de la escritura alfabética. El intencional desplazamiento consumista de la cultura letrada por la audiovisual (pudiendo ser complementarias) en el sistema educativo, es en gran medida responsable del intelicidio que lleva a los seres humanos a no vislumbrar más horizonte que el del consumismo audiovisual para el entretenimiento hedonista perpetuo.

Todos merecemos y necesitamos saber lo que a lo largo de su historia la humanidad ha establecido sobre qué es el Universo y el ser humano, cuál es el sentido de la vida y de la muerte, cómo se perciben en cada época la libertad, la justicia, el amor, el odio, y cómo se articula el poder y para qué sirven el arte, la literatura y la filosofí­a. También merecemos y necesitamos desarrollar una mente analí­tica respecto del mundo que nos rodea, pues eso nos capacita para discernir con criterio propio nuestras decisiones frente a alternativas complejas. Esto lo provee la cultura letrada. Y ésta no puede ser sustituida en sus funciones por la cultura audiovisual.

La riqueza de las Humanidades, siempre que no se enseñen como aburridos saberes pasivos y válidos en sí­ mismos, sino como conocimientos históricos que han cumplido y cumplen una utilidad especí­fica si se los domina con propiedad, jamás puede ser sustituida por ningún escuálido know-how. Si ciertos gobernantes fueran un poco más cultos, el mundo tendrí­a muchos menos problemas. Si los profesionales técnicos supieran hablar y escribir con propiedad, y explicarse cuestiones elementales de la sociedad, no acusarí­an esa bochornosa incapacidad de procesar crí­ticamente una sinfoní­a, una ópera, un ballet, una obra de teatro, una novela, un ensayo, un poema, una pelí­cula o un hecho polí­tico, viviendo así­ al margen de la dimensión estética del mundo.

El hábito de leer se ha perdido y ya no llega a nacer en millones de personas a pesar de que, insisto, la cultura letrada no puede ser sustituida por la audiovisual; no es cierto aquello de que «una imagen vale más que mil palabras», a menos que nos conformemos con un nivel primario de conocimiento descriptivo. Por ello, la utilidad y función actual de la cultura letrada en un mundo en el que el desarrollo libre de la inteligencia individual se inhibe por parte del sistema educativo al sustituir la lectura con la imagen y el conocimiento crí­tico con la habilidad técnica, consiste en revertir el intelicidio formando personas capaces de discernir y de tomar decisiones autónomas. Nada hay más práctico que un conocimiento que libera de la masificación consumista y nos afirma y eleva en nuestra condición humana individual, libre y creadora. Por eso, para los adoradores del mercado como eje organizador de la vida subjetiva de los seres humanos, la cultura letrada y las Humanidades así­ replanteadas no sólo no son rentables sino resultan subversivas y hay que acabar con ellas, pues no hay peor consumidor que el que ha aprendido a pensar y a discernir por su cuenta, explicándose el móvil de la publicidad y el postulado del mercado que afirma que la libertad humana consiste sólo en la posibilidad de optar por una mercancí­a u otra.

Las salidas a la encrucijada en que se encuentran los estudios humaní­sticos pueden ser múltiples. Pero el denominador común de las mismas debe estar siempre pautado por el atributo intransferible de la cultura letrada, a saber: su exclusiva capacidad de forjar criterios individuales y de enseñar a ejercerlos con libertad. Es decir, por el fomento del pensamiento crí­tico y radical en una humanidad que es cada vez menos capaz de explicarse el mundo del que forma parte.

El intelicidio educativo evidencia diversos sí­ntomas derivados de la frustrante noción, impuesta por el mercado, de que el futuro ya está aquí­ y que a lo que único que podemos y debemos aspirar es a más de lo mismo, es decir, a más entretención hedonista, a mejores juguetes electrónicos, a automóviles más nuevos, a más y más capacidad consumista. El cercenamiento de la idea de un futuro distinto y del entusiasmo juvenil por forjarlo que tal doctrina educativa implica, ha dado como resultado letales reacciones desesperadas como la de las masacres de estudiantes y profesores, perpetradas por jóvenes en las secundarias para ser recordados por haber hecho algo «grandioso», o como la imparable drogadicción juvenil, o la angustiada incapacidad de muchos colegiales de concentrarse por más de cinco minutos en una lectura cualquiera. En fin, ese estado de incomodidad respecto del mundo, que en otras generaciones ha llevado a cambios drásticos en la sociedad, ahora lleva sólo a atiborrar discotecas y otros locales ruidosos en los que la incomunicación para aplacar la angustia por la ausencia de futuro es la norma comunicativa, asunto que estimula ese otro rasgo juvenil de hoy dí­a: el que hace de la gestualidad y las interjecciones los sustitutos de la palabra articulada y, por tanto, de la idea, de la noción y del concepto.

Sin duda, la idea de que los intelectuales letrados habremos de volver atrás en la historia para reivindicar los valores de la Ilustración frente a la oralidad intelicida, se generaliza rápidamente, sobre en todo en los ámbitos de las ciencias sociales y las disciplinas humaní­sticas, y también en algunos cí­rculos literarios conformados por escritores conscientes del riesgo de desaparición que corre la cultura letrada. De hecho, el retroceso de esta cultura es ya notorio en todo el mundo. Basta conversar con cualquier persona en cualquier paí­s para darse cuenta de que las pláticas de no más de cien palabras giran en torno a lo que aparece en los medios masivos audiovisuales, cuya versión de la realidad se toma cada vez más como verdad incontestable por sus consumidores. El resultado es la formación de una conciencia incapaz de reconocer jerarquí­as y en la que los hechos aparecen ecualizados, yuxtapuestos y sin conexión.

Si vemos el canal Biography, las vidas de Winston Churchill y Madonna, y las de Mahatma Gandhi y Michael Jackson, por ejemplo, se nos ofrecen como biografí­as de «celebridades», sin que medie jerarquí­a alguna entre ellas, es decir, se nos hace percibirlas ecualizadas, como si todas esas personas tuvieran la misma importancia histórica. Quien posee la cultura letrada suficiente para establecer las jerarquí­as que no aparecen en la versión televisiva de sus biografí­as, puede entenderlas ubicándolas en su contexto. Pero un joven de doce o quince años no. Este es un ejemplo entre muchos de cómo se atrofia inducidamente la capacidad crí­tica del intelecto, de cómo se asesina a la inteligencia, de cómo se perpetra el intelicidio por parte de los medios audiovisuales.

Así­ como los renacentistas hubieron de volver a la clasicidad grecolatina para retomar el desarrollo de la cultura occidental sin el obstáculo del intelicidio medieval, es necesario que ahora volvamos a la Ilustración para reivindicar la educación letrada laica, gratuita y obligatoria, según ejes articuladores como el del historicismo, la criticidad y la radicalidad analí­ticas. Una de las maneras más efectivas de llevar a cabo esta reivindicación de la cultura letrada en contra del intelicidio audiovisual, es la defensa del idioma, en este caso, del idioma español, que también está siendo agredido por la adopción indiscriminada y compulsiva de formas fronterizas de hablar que se legitiman por parte de legiones de maestros angloparlantes que enseñan español en Estados Unidos, y que se exportan mediante productos de la industria cultural hacia los paí­ses de habla hispana, en donde las juventudes iletradas las adoptan innecesariamente. Los préstamos lingí¼í­sticos y las innovaciones son imprescindibles para el desarrollo de una lengua. Pero cuando esos préstamos y esas supuestas innovaciones tienen un equivalente preciso en el idioma de que se trata, entonces constituyen elementos de corrupción y desarticulación.

Sin duda, la Real Academia Española y las veintiuna Academias correspondientes en los paí­ses hispanohablantes, tienen una enorme tarea por delante no sólo en la defensa del idioma sino en la de la cultura letrada. Porque la letra, la palabra, la frase, la oración, constituyen la base de esa cultura. Y ésta, el vehí­culo civilizador por excelencia. Ninguna forma alternativa puede sustituirla en su función social. A lo sumo, alguna puede complementarla. Por eso, el eje civilizador debe seguir siendo la cultura letrada. No ya como un artí­culo suntuario que es propio de especialistas, sino como la única arma que tenemos a la mano para detener el intelicidio que se viene perpetrando sobre una humanidad que, a pesar de contar con más medios escritos y libros que nunca antes, lo que lee es lo que le receta el mercado editorial y esto no rebasa un nivel ligero y superficial de significaciones fácilmente sustituibles por las imágenes y los sonidos.

La literatura y las disciplinas humaní­sticas, la crí­tica, la plasmación de ideas y de propuestas letradas, así­ como la formación de juventudes crí­ticas y radicales, es la única forma de llegar a restituirle a la cultura letrada su lugar central en la civilización y en la polí­tica. Entre otras, esta es una tarea de los intelectuales y académicos de la lengua, a los que hoy, honrado, me sumo, agradeciendo a los miembros de la Academia Guatemalteca de la Lengua haberme elegido como miembro de número de la misma. Complacido por el hecho de ingresar a esta noble institución, reitero mi convencimiento de que es ya imprescindible comprometerse con la reivindicación de los valores perdidos de la Ilustración, y que, como académico, ese compromiso adquiere una dimensión mucho más abarcadora para mí­.

Con plena conciencia de ello, me hago eco de estas certeras palabras de Emmanuel Kant:

«La Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoridad. Porque es minoridad la incapacidad de servirse del propio entendimiento sin la tutela de otro. Y el hombre es culpable cuando la causa de esta incapacidad no radica en la carencia de entendimiento, sino de resolución y de ánimo para servirse del propio sin la dirección de otro. ¡Ten el ánimo de servirte de tu propio entendimiento! Tal es la divisa de la Ilustración».

Defender la cultura letrada equivale, pues, a salvar nuestra lengua, nuestra historia, nuestra cultura, nuestra memoria, nuestra identidad y nuestra civilización. En dos palabras: nuestra libertad. Es hora, entonces, de poner manos a la obra.

Muchas gracias.