Si uno tuviera un diario en donde se dejara constancia de los eventos de la vida, quizá fuera fácil rastrear los momentos exactos en que se ha perdido la inocencia. La vida es eso también: un peregrinaje de pérdidas de fe y candidez. Con el tiempo, como a San Pablo, se le van cayendo a uno las escamas de los ojos y se aprende a ver. Digamos que nacemos ciegos y con el tiempo, a punto de golpes y leñazos, se va descubriendo la luz, hasta llegar un día a la revelación total.
No hay una sola pérdida de inocencia, como a veces se tiende a creer y divulga el vulgo. Mucha gente relaciona la inocencia con lo sexual. Perder la inocencia (se piensa) es perder la candidez, por ejemplo, de un cuerpo virginal que ha sido terriblemente mancillado por otro. Si accedes al placer sexual, si acostumbras a ver pornografía, si practicas constantemente el maldito onanismo, estás frito, no eres inocente, eres un sucio lujurioso más próximo al infierno que a la gloria eterna.
Muchos creen, desde esta perspectiva, que la inocencia se pierde en la adolescencia. Sin embargo, yo tengo dudas. Me parece que eso de la inocencia va más allá de esa manera enfermiza de considerar lo sexual. Sostengo que la inocencia la perdemos de múltiples maneras en la vida y no dejamos de «pasar por inocentes» hasta morir. Afirmar que perdemos la candidez una sola vez demuestra no sólo optimismo extremo, sino la afirmación absoluta de nuestra tesis en el sentido de que somos inocentes empedernidos.
De esta manera no es cierto que seamos una «res cogitans», un «homo symbolicus» o un «zoon politikon», somos simplemente «animales ingenuos». Nuestra naturaleza es la simplicidad, la candidez y la credulidad. Creemos ver lo que no vemos y pasar por alto la realidad. Ese vivir soñando nos pierde y confunde hasta que los años nos enseñan a ser más despiertos y sagaces. El mundo es de sombras, según el decir de Platón, pero nacemos manteniendo una actitud fideísta de campeonato.
Es falso, entonces, que la inocencia se pierde únicamente al ver un cuerpo desnudo (que, dicho sea de paso, a mí me sigue entusiasmando tanto). En realidad «pasamos por inocentes» una y mil veces en nuestra vida. Por eso decía al inicio que si lleváramos un diario registraríamos fielmente esos momentos reveladores y al mismo tiempo de tanta luz vital. Repasemos algunos de esos tantos momentos de posibles pérdidas de ingenuidad.
Uno puede perder la inocencia desde muy joven, por ejemplo, cuando se advierte (se reconoce) que ese famoso papá nuestro es una desgracia caminando. Uno despierta del sueño dogmático del «papá-Dios» para descubrir a un fantoche irresponsable, bebedor e infantil de ligas mayores. Terrible revelación para un niño. La primera escama caída. También se puede perder la inocencia cuando de joven se da el primer beso, al sentir cosquillas en el estómago por tanto amor, o al simplemente rozar la piel de esa mujer idealizada. Esta es una hermosa manera de perder la inocencia.
Pero hay tantas maneras de perder la inocencia, como antes decía: cuando uno participa en un partido político creyendo construir así un mundo mejor (por ejemplo), al asistir a una iglesia donde el pastor o el cura es ladrón y abusador de menores, al descubrir una verdad milenaria -mi pareja nunca me fue fiel-, o simplemente cuando un columnista se entera maravillado de que sus artículos lo leen sólo dos o cuatro lectores masoquistas y desocupados. La inocencia nuestra es ilimitada, no nos queda más que aceptarlo.