Ricardo Urquizú desapareció dentro de un torbellino silencioso. Nos quedan sus provocaciones de artista insólito y, de cierta manera, marginal, despreocupado por los galardones o las bendiciones que saturan el mercado de las artes visuales. Las mías no son palabras de despedida, sino de renovado asombro por la intensidad calcinante de su paleta.
Urquizú concibió y se proyectó sin la intención de complacer. No reclamó para sí el encomio del puesto asegurado en la agitada plaza de la «plástica guatemalteca», saturada de ambiciosas estrellas fugaces. Su vocación sobrepasó las estrecheces impuestas al diseño gráfico.
Después de un angustioso forcejeo consigo mismo, formuló una visión paradójica de la naturaleza humana. No logró formas exquisitas ni figuras sublimes. Su realismo lo hacía distinguir el erotismo de la genitalidad, la espiritualidad proporcionada de la deformación física. De una etapa inicial de punteo minucioso y detalle simétrico pasó al trazo suelto, desorbitado, preciso. La refinada rudeza de sus trazos revelaba una ternura contenida, casi angustiosa. Vigoroso, pero delicado, se apartó de la rebeldía plumífera de alguno o la aspereza criolla de otro, con quienes parecía compartir rasgos.
Ricardo no se limitó como dibujante. Su mayor logro fue la pulverización del color, en la alquimia del grano de oro, de naranja deslumbrante, de púrpura sin respiro, tanto al rasgar como al aplicar las capas uniformes de los pasteles. Nos queda revisar sus contrastes para reflexionar y no para saciarnos visualmente. Tal vez en sus exaltaciones influyó la pasión por las constelaciones cromáticas asociadas a ciertos estados mentales.
En esta época saturada de falsos guías de la sensibilidad y de algunas abarroterías llamadas galerías de arte, queda como resistencia la honradez plástica de este artista. Lejos de querer agradar, reitero, alcanzó a sacudirnos. Para quienes viven inmersos y atrapados en la monotonía, acercarse a sus provocaciones es admitir que, como decimos en guatemalteco, «precisa» la limpieza de la mirada. Además, urge recuperar sin dramatismos la espontaneidad de lo evidente.
Ricardo Urquizú partió hacia Xibalbá. Lo imagino sonriente, curioso como siempre, ahora que lo espera el nuevo aprendizaje de prender ocotes, que luego serán antorchas y terminarán en el incendio colorido de pintar los murales en una nueva cueva cordial, como el mito del eterno retorno al vientre materno, en el espasmo inevitable de nueva vida. Hace tres semanas que no está entre nosotros y apenas empieza la nueva cuenta de sus jornadas, en las que oxigenó al imaginario guatemalteco con su elección por el camino arduo, riesgoso e incomprendido del arte alternativo. Más allá de los artificios del arte comercial y las ciegas consagraciones, su contribución será reconocida como genuina y renovadora.