Si usted es de los pocos lectores que ha seguido con alguna frecuencia la lectura de mi columna aquí en La Hora, probablemente se acordará que durante los recientes cinco años he publicado más de una decena de artículos de opinión alrededor de accidentes de tránsito ocurridos en carreteras del país, como consecuencia de la irresponsabilidad de pilotos de unidades del transporte colectivo al conducir en estado de ebriedad o a excesiva velocidad, o a causa de desperfectos en el sistema de frenos de destartalados armatostes.
 Pero lo que le voy a contar es realmente inaudito, y conforme usted avance en la lectura arribará a la conclusión que se trataría de una costumbre inveterada de los pilotos de la empresa Galgos, cuyo ampuloso nombre comercial es nada menos que Trans Galgos Inter., que recorre la ruta de Tapachula (Chiapas, México) a la ciudad de Guatemala y viceversa.
 La mañana del 24 de octubre, una prima hermana de mi mujer y su hija, que residen en la mencionada ciudad mexicana, conjuntamente con su hijo Roberto, quien llegó de Cuernavaca (también en México) donde reside, abordaron un autobús de transportes Galgos con destino a la capital guatemalteca. Venían a compartir con nosotros la Navidad.
 El viaje trascurría normalmente, tan sólo alterado por el anuncio de la asistente del piloto, que advirtió a los pasajeros que desearan utilizar el servicio sanitario que sólo podrían hacerlo en el caso de eliminar residuos líquidos, pero no para expulsar restos alimenticios -dicho con otras palabras, por supuesto-, y que si se presentara alguna emergencia intestinal, el usuario tendría que apretar las nalgas hasta una eventual parada.
 A la altura de Coatepeque, Roberto -quien venía sentado en primera fila en compañía de su madre y su hermana- observó que la sobrecargo extrajo de una bolsa de plástico con aluminio huevos revueltos, frijoles parados, piezas de pollo, tortillas  y café, además de platos y cubiertos desechables. Comida para disfrutar de un desayuno típico formal. Mi sobrino veía con atención los movimientos de la asistente del piloto, de suerte que no pudo dejar que se escapara de sus labios una leve exclamación cuando observó que la señora o señorita -vaya usted a saber- acomodó uno de los platos ya servidos sobre el timón de la camioneta.
 Estupefacto y sobrecogido por el temor de que ocurriera un trágico accidente, Roberto le dijo a la sobrecargo: -Oiga, señorita, ¡cómo es posible que el piloto vaya a desayunar en plena marcha del autobús! La asistente, muy segura de sí misma, le indicó al joven que se lo dijera al chofer. -¿Usted acaso no trabaja para la misma empresa en la que labora el piloto? replicó mi sobrino. La sobrecargo repuso: -Yo no tengo la obligación de trasladar esas preguntas del cliente.
Roberto soltó nerviosa carcajada y volteó a ver a su madre y a su hermana que dibujaban en sus rostros muda preocupación. Entonces mi sobrino se acercó al chofer y le dijo: -Buenos días y buen provecho, señor piloto; le quiero sugerir que pare la marcha, desayuna tranquilo y después continuamos el viaje; pues creo que es una manera arriesgada e irresponsable de conducir y comer al mismo tiempo.
 El piloto, enojado y confiado murmuró: -Es que vamos atrasados, usté… Mi sobrino optó por sentarse y al hacerlo escuchó a la asistente del piloto decirle a éste: -Es que es la primera vez que el joven viaja en buses de la empresa Galgos… Y se sentó en las gradas de acceso a desayunar, también.
 Roberto me dijo: -Mira, tío, yo mejor me persigné y le pedí a Dios por mi mamá, mi hermana, por mí mismo, por los demás pasajeros y hasta por el piloto y su asistente.
 (Un muchacho transportista le dice a Romualdo Tishudo: -Yo quiero morir dormido como murió mi papá. -Para no sufrir -repone mi tío- ¿Y cómo falleció tu padre? -Manejando una camioneta de pasajeros, pero se quedó dormido porque estaba medio bolo).