Mañana se cumplen demasiados años de la llamada Revolución Francesa, ocurrida como ya sabemos en la Francia de las postrimerías del siglo XVIII y que inspiró el desarrollo de lo que conoceríamos después en la variante del liberalismo. Su legado llegaría a extenderse por los siguientes siglos hasta convertirse en el imaginario axiológico que sustentaría la acción política de lo que conocemos como la democracia. Básicamente ese legado se resume en la frase «libertad, igualdad y fraternidad», tres valores que adquirirían con el tiempo grados de especialización institucional en la dimensión política y jurídica de los que serían llamados «estados nacionales». En esos tiempos las reivindicaciones se oponían a los privilegios hereditarios que de manera corporativizada, constituían el poder centralizado tanto de clérigos como de nobles. La Revolución Francesa entonces traería leyes y un sistema impositivo para la defensa de la igualdad, que debía ser tanto moral como jurídica. Fue a partir de esto que el imperio de la Ley empezaría su expansión, ordenando y salvaguardando los derechos individuales de aquellos que reclamaban formar parte de una comunidad que luego se llamaría nación; esa quimera de la paridad se vería rota con el tiempo, como la lámpara que alcanza la incandescencia e inevitablemente la ruptura.
Bajo la ilusión que los individuos podrían tener iguales derechos de participación política, se constituyeron los ciudadanos residentes de los Estados, individuos que gozaban de ciudadanía, entendida ésta como el concepto que garantizaba un esquema de pertenencia y al mismo tiempo de adquisición de un conjunto de derechos y de obligaciones sobre un proyecto también iluso, de igualdad frente a la ley imperial; esto constituyó la esencia fundamental de lo que conoceríamos luego como la noción del Estado de Derecho, palabras que se les verían escritas por todos lados y de las que se añoraría su logro. Aquí hay que decir que el Estado como lo conocemos hoy, está constituido bajo la lógica anterior, para la defensa de la libertad y de la decisión del individuo. Entonces, la idea de la ciudadanía se desarrollaría como ese pegamento dentro de esa entidad estatal individual que crearía la sensación de la inclusión dentro del mismo, sin embargo es aquí donde la burbuja revienta en mi criterio, porque la contrapartida de la exclusión sería inevitable. Los privilegios de algunos incluidos se garantizaban por la exclusión de los muchos. Ya todos sabemos lo que significa ser ciudadano de primera y de segunda. He ahí el éxito del imaginario constituido, la lucha por la aspiración al pleno derecho, en condiciones materiales que hacen imposible el privilegio generalizado.
La segunda ilusión, derivada también como concepto legado de la Revolución Francesa, y lo constituyó la promesa que la soberanía residiría en el pueblo, y no en un actor corporativizado o en un gobernante. Esto se tradujo después en la aspiración del sufragio o del voto, que al final se hizo inevitablemente universal, como forma supuestamente efectiva de participación política en la que se incidía y se competía en igualdad de condiciones por un espacio de poder. El desarrollo posterior de los sistemas de elecciones sólo confirmaron lo que trato de insinuar, el individuo votó y votó y muy lejanamente eligió. Que se revienten pues todas las burbujas que de colores nos llenan la imaginación y construyamos una nueva realidad.