En mi ya extenso, a veces agotador y en otras ocasiones grato tránsito por el camino del periodismo, he conocido a decenas de colegas con quienes compartimos extenuantes jornadas en búsqueda de la noticia, especialmente cuando corríamos tras la crónica roja –bautizo obligado de cualquier reportero–, regocijantes momentos después de una entrevista colectiva a engreído y fugaz funcionario o ignorante y zalamero político; horas de trabajo acelerado en las salas de redacción, y placenteras noches de bohemia que se prolongaban hasta que no despuntaba el día, si no es que se extendían más allá de las fronteras hogareñas y laborales.
Entre mis maestros de periodismo recuerdo a dos reflexivos periodistas; pero no de los que arrojaban chorros de conocimientos académicos en atiborradas aulas en la vieja Escuela Centroamericana de Periodismo en la facultad de Humanidades de la USAC, sino en el aprendizaje constante, intenso y jamás tedioso del trabajo reporteril en sitios urbanos, agrestes montañas, sofocantes incendios, y también en ostentosos salones palaciegos o cómodas salas de hoteles y ceremoniosas recepciones en las cuales había que distinguir el sincero apretón de manos, del repelente hipócrita abrazo de un ansioso personaje esmerado en ser citado al día siguiente en los diarios impresos.
Aquellos maestros fueron Héctor Cifuentes Aguirre, en El Gráfico y La Nación, y don Pedrito Pérez Valenzuela, en El Imparcial. Ambos diarios desaparecidos, como los dos experimentados y comprensivos periodistas.
Pero en el caminar cotidiano me encontré de repente con un reportero un poco maduro, de espeso y negro bigote, tupida y ensortijada cabellera oscura, gafas de carey, mediana estatura y palabra pausada. Estaba sentado, enfundado en un modesto traje, pero de buen corte, camisa blanca y corbata discreta, en uno de los sillones de la antesala del Ministro de Economía.
Ingresé tímidamente al oscuro salón. De inmediato me identificó pese a que yo era novato en las tareas de reportear en el Palacio Nacional. Se puso de pie, como era costumbre entre hombres de cuna educada, me tendió la mano amablemente y me dijo: –Usted es Eduardo Villatoro, de El Imparcial, ¿verdad?. Yo soy Germán Duarte, de Prensa Libre, para servirle.
Ese afectuoso saludo tranquilizó mis nervios. Aunque trabajábamos en diarios distintos, no tuvo reparos, previo a pedir mi aprobación, en ofrecerme consejos sobre algunas peculiaridades del trabajo en el Palacio Nacional. Congeniamos, nos hicimos amigos y a pesar de las diferencias de edad, como buenos camaradas abandonamos el respetuoso “usted” por el confianzudo “vos”.
Poco tiempo después Germán ascendió a Jefe de Redacción del matutino; pero eso no fue óbice para que nos siguiéramos frecuentando, básicamente en la APG. Al jubilarse nos llamábamos por teléfono, especialmente en Navidad.
Hace un par de meses leí su más reciente libro, El Retorno. Intenté hablar con él, pero no lo logré. Falleció el miércoles a los 93 años.
Te extrañaré mucho, querido Germán. Hasta pronto. Te seguiré.
(El reportero Romualdo Tishudo cita este refrán, refiriéndose a Duarte Castañeda: –Un amigo no sólo ríe mis risas, sino también llora mis lágrimas).