Una de las desilusiones más profundas de nuestra época es que las promesas de bienestar y emancipación de los derechos humanos han sido desmentidas por los hechos. Masacres, genocidios, pobreza galopante y desigualdad creciente —aun en países “desarrollados”— coexisten con un tímido avance, muchas veces discursivo, de los derechos humanos.
El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos denuncia la manía contemporánea de repetir con grandilocuencia principios que después no se cumplen.
No obstante, frente a tales fracasos, muchos aun nos atrevemos a coincidir con el autor italiano Norberto Bobbio cuando, refiriéndose a estos derechos, decía que el peor de los pesimistas no podía negar que la luminosidad moral se encendía efímeramente de vez en cuando.
Cabe preguntarse por los factores que inciden en la incapacidad de los derechos humanos para desmantelar una injusticia terrible que se ha globalizado. La pregunta no es ociosa. Si la legitimidad del sistema en que vivimos radica en los derechos humanos, el desdén generalizado hacia ellos supone aceptar un sistema sin legitimidad. Y esto equivale a regresar a la selva, lo cual no está lejos de ser verdadero, al menos en nuestro país.
Explicar las carencias de los derechos humanos es complejo. Sin embargo, un primer factor negativo radica en la atención desmedida que se le ha brindado a las dimensiones jurídicas de los derechos humanos en detrimento del significado más amplio de éstos. El campo jurídico es fundamental, no nos equivoquemos, pero los derechos humanos abarcan un campo político-social mucho más extenso. El relativo éxito de los derechos en el campo jurídico, especialmente en el ámbito penal, suele llevar a la impresión equivocada de que los derechos sólo sirven para defender a los delincuentes.
Si nos concentramos en el ámbito constitucional se puede ver que los derechos humanos superan el simple ejercicio de aplicación del derecho. El orden constitucional se orienta a valores; sin éstos, el sistema jurídico sólo sería un sistema de reglas con un sentido mínimo de justicia. No es raro, por eso, que los sectores reaccionarios insistan en el Estado de derecho en tanto se garantice el respeto de la ley; poco les importan los derechos y valores que, empotrados en la Constitución, exigen una vida digna para todas las personas.
Existe, para decirlo en otras palabras, un descomunal abismo entre derechos individuales y derechos sociales. Pero el énfasis en los valores supone la radical importancia de los derechos sociales. En efecto, la dignidad humana, que es la fuente del valor, no puede vivirse en una sociedad que excluye o margina a la mayoría de sus miembros. Y es que la dignidad se vive al menos en dos sentidos: como respeto del propio ser y como respeto del Otro. Por esto, respetar la propia individualidad no supone el egoísmo. Los derechos humanos, en breve, suponen la ética. He defendido con detalle esta tesis en mi libro Derechos humanos: Una aproximación ética (F&G Editores, 2010).
La falta de atención a la ética supone un segundo factor relacionado con la poca efectividad de los derechos humanos. Vivir en sociedad significa vivir-con-los-otros. Pero no se trata tan sólo de crear códigos de ética; se trata de denunciar las estructuras sociales que ignoran la dignidad de unas personas para favorecer los intereses ilegítimos de otras. Claro, estas carencias morales no les resultan evidentes a los beneficiarios de tales injusticias Bien se dice que es muy difícil hacerle entender algo a alguien que obtiene un beneficio de no entender ese algo.
La ética hace ver un tercer aspecto detrás de la crisis de los derechos humanos: el dominio de un individualismo abstracto. La individualidad de los derechos humanos encaja con el individualismo capitalista. No en balde ambas nacen más o menos al mismo tiempo; es menos raro que los conservadores digan que el derecho humano más básico es la propiedad. Sin embargo, los derechos humanos tienen una historia más profunda. Por falta de espacio remito al lector a los capítulos VI y VII del libro citado con anterioridad.
Frente al implícito dominio del individualismo los derechos de propiedad suelen ganar la partida frente a otros derechos. Los Estados, maniatados por la corrupción, pierden sus posibilidades de frenar al capital. ¿Cómo pueden los Estados cumplir con sus obligaciones si se convierten en simples funcionarios de los que poseen el poder económico? Ni siquiera la ONU ha logrado refrenar este proceso debido a que se encuentra a merced de los Estados más poderosos, los cuales a su vez suelen servir a los intereses de las grandes corporaciones. Los derechos sociales quedan restringidos al Estado, el cual a su vez se ve limitado frente a la vociferante denuncia de cualquier intento fiscal que intente redistribuir la riqueza.
Así, pues, un cuarto factor de la crisis actual de los derechos humanos radica en limitar los derechos al Estado, al menos en su función de prestación de beneficios. Los derechos humanos deben ser injertados en la sociedad, y aquí el Estado puede jugar un papel fundamental. Pero, por su naturaleza ética, los derechos humanos deben vivirse socialmente. La reciente crisis financiera global no puede entenderse sin tomar en cuenta la falta de ética de la acción individual—aun cuando ya haya voces que culpan al Estado. El problema fue, sin embargo, una falta de Estado o más bien el fortalecimiento de uno anómalo.
En conclusión, los derechos humanos deben trascender la esfera jurídica, vivirse más allá del Estado y fortalecerse como una ética que trasciende el egoísmo que ha penetrado las relaciones sociales del actual mundo globalizado. La tarea real es desmantelar las estructuras que destruyen la vida en común. En nuestro país, el nuevo Procurador de Derechos humanos debe estar consciente de que está llamado a contribuir a la construcción de una sociedad justa en la que sea posible una vivencia más rica de los derechos humanos.