Volver la vista al pasado se convierte en un trauma para la sociedad guatemalteca que no logra asimilar su historia y, evidentemente, prefería mantener sus fantasmas bajo la alfombra, bien ocultos para que ni los extraños ni nosotros tengamos nada de que sentir pena o vergüenza. La firma de la paz terminó al final de cuentas siendo un simple cese al fuego que permitió acabar con la guerra e incorporar a los guerrilleros a la partidocracia nacional, para lo cual se aceptó y pactó una especie de borrón y cuenta nueva con disposiciones de amnistía en beneficio de los combatientes.
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Pero sucede que en el país hubo crímenes graves cometidos contra población civil no combatiente, verdad que no se puede ocultar por grande que sea la alfombra bajo la cual queremos enterrar nuestra historia. Se puede y debe discutir si esos crímenes constituyen genocidio o simplemente delitos de lesa humanidad, pero que fueron excesos graves perpetrados en el marco de una guerra cruel y sucia no se puede negar. La crueldad y la suciedad de esa guerra salta a la vista y la responsabilidad de los crímenes recae en muchos de los actores que, desde la insurgencia o desde la institucionalidad, actuaron contra personas inocentes a las que no se les concedió el elemental derecho a la vida.
Si nos hubiéramos enredado en una sucesión de actos de venganza, indudablemente que la reconciliación resulta imposible porque por definición la venganza es la continuación de la perversa actitud contraria a la razón y la justicia. Y ahora corremos el riesgo de que el apasionamiento despertado por el juicio realizado a quien era la máxima autoridad del país durante los años 1982 y 1983, es decir quien concentraba en sus manos tanto el poder Ejecutivo con el Legislativo al ejercerlo como dictador de facto con poderes absolutos que llegaron al campo judicial con la creación de Tribunales de Fuero Especial, caigamos nuevamente en el abismo del enfrentamiento y de nuevos signos de venganza que traiciona la sed y hambre de justicia.
Guatemala merece una paz firme y duradera que se pactó únicamente en el papel y que nos trajo, ciertamente, el cese al fuego cuando guerrilleros y militares se pusieron de acuerdo. No fue, en absoluto, un acuerdo de paz que nos convirtiera a todos los ciudadanos en partes y hasta hubo actitudes inexplicables como las que hicieron de manera formal a la guerrilla y a las autoridades “las partes” encargadas de velar por el cumplimiento de los acuerdos.
La paz firme y duradera no se puede estructurar sobre ficciones como la que se generó cuando se firmaron los acuerdos que nunca pasaron de ser un compendio de buenas intenciones y una descripción más o menos detallada de las condiciones sociales y políticas que generaron el conflicto. La paz firme y duradera no se puede estructurar como la ficción de una reconciliación producto del borrón y cuenta nueva, de ese enterrar nuestra historia bajo la alfombra o esconderla en lo más profundo del clóset para que nadie pueda ver de lo que fuimos capaces como nación y de lo que como sociedad llegamos a tolerar.
Justamente cuando Ríos Montt se sentía y llamaba Presidente de la República, a pesar de que era un Jefe de Estado de facto, vino Juan Pablo II al país y entre muchas de sus frases impactantes, dijo aquella de que el nombre de la verdadera paz era justicia. Se refería tanto a la justicia legal obligada a proteger la vida, como a la justicia social obligada a reconocer y respetar la dignidad de todos los seres humanos.
Hoy, viéndonos a las puertas de un nuevo conflicto, me resuenan en los oídos aquellas palabras dichas en el Campo de Marte por el entonces Papa.